12 diciembre, 2014

Historia de una paradoja

La liebre y la tortuga beben compartiendo mesa en un tugurio de mala muerte, cuya única fama proviene de la chicha que fabrica el dueño, un patibulario inmigrante griego llamado Zenón. La astuta liebre induce a la tortuga a participar en una carrera arreglada. “Todos apostarán por mí y no por un roñoso quelonio centenario; en ello reside nuestra ventaja. Ganarás el certamen y seremos ricos”, proclama el roedor con voz aguardentosa. La ebria tortuga asiente calculando las ganancias, se sobresalta y verbaliza su duda con tartamudeos irreproductibles. ¿Quién realizará la convocatoria, quién va a incentivar y recoger las apuestas, quién repartirá el botín después del sorpresivo triunfo, quién? Ambos atletas caen en profunda depresión hasta que el tabernero ofrece sus servicios a cambio de la mitad de las ganancias. Ante el explosivo reclamo de la liebre y la mirada torva de la tortuga, Zenón consuma el plan: el fraude no funciona sin una explicación sólida que evite el linchamiento de los corredores.  “Es una cuestión de verosimilitud”, asevera con aire doctoral y aplastante soberbia, “no se preocupen, por una buena participación se me ocurrirá algo”.

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