La
liebre y la tortuga beben compartiendo mesa en un tugurio de mala muerte, cuya
única fama proviene de la chicha que fabrica el dueño, un patibulario
inmigrante griego llamado Zenón. La astuta liebre induce a la tortuga a participar
en una carrera arreglada. “Todos apostarán por mí y no por un roñoso quelonio
centenario; en ello reside nuestra ventaja. Ganarás el certamen y seremos ricos”,
proclama el roedor con voz aguardentosa. La ebria tortuga asiente calculando
las ganancias, se sobresalta y verbaliza su duda con tartamudeos
irreproductibles. ¿Quién realizará la convocatoria, quién va a incentivar y
recoger las apuestas, quién repartirá el botín después del sorpresivo triunfo,
quién? Ambos atletas caen en profunda depresión hasta que el tabernero ofrece
sus servicios a cambio de la mitad de las ganancias. Ante el explosivo reclamo
de la liebre y la mirada torva de la tortuga, Zenón consuma el plan: el fraude no
funciona sin una explicación sólida que evite el linchamiento de los
corredores. “Es una cuestión de
verosimilitud”, asevera con aire doctoral y aplastante soberbia, “no se
preocupen, por una buena participación se me ocurrirá algo”.
12 diciembre, 2014
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