Vasili
es un viejo amigo cosmonauta que de vez en cuando me visita y trae obsequios de
planetas recónditos. Siempre tengo una botella de vodka reservada para
atenderlo: me cuenta sus últimas aventuras, bebe como cosaco y al final –cuando
está borracho como cuba- me entrega el regalo, cuya naturaleza no fue anunciada
de modo alguno. A esa altura tampoco cabe esperar explicaciones de su parte: su
estado es deplorable.
La
semana pasada repitió su rutina y me dejó una especie de pez plano alienígena.
Estaba dentro de un cubo de cristal ambarino al que estaban adosados una serie
de minúsculos aparatos. Vasili de fue tambaleando y me dejó con la criatura.
Era de color verde oscuro y piel de apariencia suave. De pronto, tras un largo
periodo de inmovilidad, abrió unos grandes ojos esmeralda, preciosos, muy
humanos. Me miró con ellos de manera seductora; hizo un guiño coqueto.
Realizó
un rápido movimiento y la tapa del cubo –que creí hermética- se levantó. Mi
casa se inundó con un perfume embriagador. Aquella cosa saltó sobre mí sin
previo aviso, distendiéndose para envolverme en un abrazo total y exquisito.
Vino un periodo de placer intenso, mayor a cualquiera experimentado hasta
entonces. Cuando desperté, la criatura estaba de nuevo en su cubo,
aparentemente sumida en un profundo sopor.
Ahora
la contemplo con arrobación. Espero con inquietud que despierte. Estoy
perdidamente enamorado. Vaya líos que me acarrea Vasili.
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