Nos conocimos en los pasillos de Beaucheff, en la Escuela de Ingeniería de la Universidad de Chile, en 1977, una época donde dominaban -no sólo en la vieja Escuela, sino en el país completo- los colores tristes, oscuros y hasta siniestros de las más penetrantes pinturas de Goya. Para reafirmar el dominio de Goya -como habría dicho Roque Dalton- se trataba de una cita clandestina concertada para discutir acerca de mi afiliación a la resistencia contra la dictadura militar. Quien me dio el santo y seña correcto en un día invernal -más invernal entre las paredes altas, grises y catedralicias- era Víctor López. Su nombre lo supe -porque debí saberlo, hubo razones para eso- varios meses después (de otros que conocí en circunstancias similares nunca supe el nombre y jamás volví a verlos). Tenía el mismo aspecto de sus últimas fotografías: barba espesa, ojos achinados y reflexivos, sonrisa fácil, jockey o quizás boina, camisa escocesa, chaquetón oscuro bien cerrado, bufanda de lana, bototos bien gastados.
La conversación iba a durar
-según mi expectativa- pocos minutos. Tenía tomada la resolución de contestar negativamente
a la invitación, que ya había sido reiterada en oportunidades previas. Mi
postura era no ceder ante cualquier pérdida de libertad, a partir de una
experiencia anterior de mala resolución y de mis reflexiones de incipiente escritor
rebelde. Por cortesía estuve dispuesto a perder unos valiosos minutos de vida.
Ahí entró Víctor. Escuchó mis argumentos con sus ojos rasgados, así como
ensoñado; de hecho dudé que me estuviera oyendo. Pero escuchaba. Su respuesta
fue contundente: “nunca he sido más libre que ahora, unido a otros, combatiendo
contra la dictadura”. Después hablamos de poesía y otras yerbas, un par de
horas. Al final le dije que lo pensaría y respondería en un par de días. Respondí
que sí; esa es otra historia. Milité hasta el término de la dictadura y es uno
de mis mayores orgullos. Más allá no fue posible, por mi mañosa conducta
libertaria, mis dudas consustanciales, y el dogmatismo y la rigidez de otros,
que siempre ayuda, desgraciadamente, en esta clase de dilemas.
Unos meses después, con otros
queridos amigos (Jossie Escárate, Raquel Farías, Waldo Bustamante, Alfredo
Corrales, Marcelo Farah, Octavio Vásquez, Carlos Gho, Boris Hiche y muchos
otros) formamos el Taller Literario de Ingeniería, que invadió primero las
salas con sus sesiones semiclandestinas (estaba rigurosamente prohibida cualquier actividad
que no fuera oficial), después con sus lecturas públicas, actos literarios y la
revista Pirka (donde publiqué mis primeros microcuentos en 1978, cuando el
género ni siquiera tenía denominación), que alcanzó su cuarto número. La
literatura invadió por varios años la Escuela de Ingeniería, combatiendo mano a
mano con las integrales y las derivadas, y las fórmulas de mecánica, integrando
a profesores del desaparecido Departamento de Estudios Humanísticos (DEH) Enrique
Lihn, Felipe Alliende, Nicanor Parra; y escritores de todas las edades: Guillermo
Blanco, Juvencio Valle. Rodrigo Lira, entre muchos otros.
El Taller de Ingeniería -de rigurosa
orientación literaria y trabajo sistemático- no podía eximirse, de otra parte,
de los deberes libertarios. A poco andar, se sumó con compromiso y entusiasmo a
la ACU (Agrupación Cultural Universitaria) -recién nacida de la AFU (Agrupación
Folclórica Universitaria)- y asumió múltiples tareas que lo pusieron en la
primera línea de fuego de la lucha por la democracia. De la imaginación de Víctor
-miembro del Taller, pero también representante de los mandos ocultos de la resistencia)
surgió la idea de hacer un Foro donde se abordara el innombrable asunto de la
intervención universitaria. La idea prendió y nos pusimos en acción. La
actividad fue autorizada primero, y a poco andar prohibida, y reautorizada por intervención
del Director de un Departamento. Ya era imposible detenerla. El Foro contó con
la presencia del físico Igor Saavedra, el escritor y periodista Guillermo Blanco y el
físico Claudio Teitelboim (así se llamaba en esa época). Hablaron en ese orden
y el ambiente fue elevando la temperatura, que estalló con el tercer orador,
que habló sin tapujos sobre intervención y autonomía, libertad y represión,
usando un juego de contrarios brillante. De ahí para adelante, hablamos los
estudiantes; yo mismo hablé y no recuerdo para nada qué dije. Víctor me
picaneaba por detrás para que hablara, ahora puedo decirlo. Libertad de expresión,
democracia, participación, esa clase de palabras se escuchó con frecuencia esa mañana
en la gran sala F 10. Todo fue grabado, pero la cinta magnética se la llevó la CNI,
según me confesó Claudio Anguita, nuestro valiente Decano en ese entonces (estaba
muy asustado al día siguiente, recibió quizás qué presiones); quizás exista esa
transcripción. ¡Qué maravilla sería oírla!
Víctor López, el Indio López, se
desarrolló como alumno de secundaria en el Internado Nacional Barros Arana, gran
colegio republicano, de esos que fueron combatidos y casi exterminados, no sólo
en dictadura, sino que también en democracia bajo el empeño neoliberal. En esa
clase de colegios se formaba una estirpe de ciudadanos ejemplares, auténticos
demócratas, seres cultos y humanos. ¡Cuánta falta hacen más de esas canteras en
estos días! Allí fue alumno de un ser excepcional, el bibliotecario Oscar Godoy,
un lector sabio, erudito habrá que decir, ávido de lecturas y siempre atento a
recomendarte nuevos libros y autores. A Oscar Godoy le debo el contacto profundo
y amplio con la literatura norteamericana, una de las más ricas y valiosas del
siglo XX. Victor me habló de él muchas veces, por él lo conocí indirectamente,
hasta que la vida y sus azares me llevaron a encontrar a Oscar Godoy unos años
más adelante.
Víctor siempre estaba leyendo
algo nuevo, no siempre literatura, Poseía una curiosidad insaciable: todo el conocimiento
humano lo seducía y le interesaba de un modo
auténtico. Solía hacer preguntas de difícil respuesta, resultado de sus lecturas
y profundas reflexiones de un momento particular. No le interesaba lo fácil, ni
lo superficial, y una conversación real no podía ser breve ni de fácil despacho.
Era así desde los veinte años y continuó así hasta el final recientísimo.
En 2016 se dedicó a viajar por América,
Europa y ahora, el 2017, entraba en Asía. Seguíamos a través de Facebook sus
evoluciones por el mundo con interés y sorpresa: parajes alucinantes, grandes
bellezas arquitectónicas o naturales, comidas exóticas, personajes interesantes.
Decidió esta bella e increíble forma de acabar su vuelo por la vida (siempre efímera,
no nos engañemos). Me cuesta aceptar que no volveremos a conversar -ya no en
dominios tan oscuros como los de Goya- como hicimos en épocas más recientes,
menos luminosas de lo que hubiéramos querido. Otros quedaron en el camino en
esos tiempos lejanos, terribles y complejos, a los que Victor sobrevivió con
dignidad. Falleció durmiendo en el aeropuerto de Bangkok -eso me dicen y me
calza la versión-, pienso que esperando el último vuelo, un acto poético digno
de su temple y de su vida entera. Un abrazo, querido Victor, y hasta siempre.
Santiago, 12 de enero de 2016
Diego Muñoz Valenzuela
5 comentarios:
Maravillosa semblanza de nuestro amigo Victor Hugo.
Gracias Diego, es bueno leer la historia de mi papá
Querido Diego; BRAVO¡¡¡¡ por ti y por VHL
Hermosos recuerdos a un Gran INBANO. No te olvidaremos.
Humana y viril semblanza de nuestro querido Victor. Gracias Diego por la magia de las palabras.
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