01 agosto, 2009

Gótica mórbida


Parecía un auténtico camión enchulado con cien adornos: piercings y argollas por doquier, aros múltiples, pendientes, puntudas muñequeras de metal, labios y ojos pintados de negro, cejas delineadas y cutis albo. La tenida de cuero alabastro era monumental: podía cobijar a un circo completo y su público. Caminaba con una curiosa volatilidad, como si el peso monstruoso la alivianara en vez de apegarla más a la madre tierra.
Se cruzó con un punk de cabellera multicolor con doble cresta. El tipo la miró divertido, como se observa a un fenómeno de feria, y soltó una risita demoníaca. Esto exasperó a la gótica mórbida, y sin más le propinó una feroz cachetada que lo hizo volar. En el aterrizaje, su arquitectónico montaje capilar se resquebrajó. Quedó allí tirado, inconsciente. La gorda escupió sobre él y continuó su camino balanceándose cual paquidermo.
Ahora se encontró conmigo. Me examinó con cara de “y tú vas a reírte también”. Le sonreí amistosamente y me invitó a una cerveza. Yo pedí una garza. Ella un schop negro de un litro; para empezar, aclaró. Le consulté por qué adhería a la tribu de los góticos. “Quise parecer grotesca en esta sociedad hipócrita”. Iba a preguntarle si su engordamiento fue previo o posterior a esta decisión; me sentí en peligro. Quizás no fue suficiente con ser gótica y se puso a comer con desenfreno. O era mórbida desde siempre y no se consideraba caricaturesca. Opté por la primera opción, sin evidencias. Gótica mórbida. Era más distinguida esta alternativa. Me daba igual, con ella me sentía muy seguro.

1 comentario:

krispo dijo...

Que notable ejemplar de un bicho extraño, buen texto, te seguire leyendo, besos*

 
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