04 octubre, 2009

Carlos Olivárez, el bebedor de cocacola


Conocí a Carlos Olivárez, el Mono para los amigos, a comienzos de la década de los 80, muy probablemente en la Casa del Escritor. Miento. La verdad es que lo conocí más de una década antes, cuando leí Concentración de bicicletas, una colección de cuentos que despertó mi vivo interés en aquel momento (siendo un quinceañero) y me conectó con los Novísimos, una generación con la que la propia –la de los 80- entabló rápidamente -cuando esto fue posible (me refiero a los efectos compartimentadores de la dictadura militar)- una conexión muy fuerte
Los Novísimos donde contamos autores relevantes como Carlos Olivárez, Poli Délano, Antonio Skármeta, Ariel Dorfman, Eugenia Echeverría, Fernando Jerez, Ramiro Rivas, Luis Domínguez y Mauricio Wacquez, enfrentaron la coyuntura social de fines de los años 60, el Gobierno Popular de Salvador Allende, la interminable dictadura militar y el retorno a la democracia. Estos son más o menos los mismos sucesos que marcaron a fuego –con un desfase generacional- a la Generación de los 80. Y eso genera un hermanamiento profundo, al cual podemos añadir otros vínculos como la influencia gravitante de otras literaturas, la norteamericana y la europea, el boom latinoamericano, los aires libertarios de la revolución de las flores, la influencia y el compromiso con las ideas revolucionarias y una larga lista de elementos históricos comunes.
De este modo resultaba inevitable el encuentro con el Mono, y eso ocurrió a comienzos de los 80, como he dicho muy posiblemente en algún rincón poco iluminado de la Casa del Escritor, y en medio del oscuro escenario de la dictadura, con persecución, censura previa y rebeldía efervescente. Cuando supe quién era aquel personaje de ojos oblicuos, pómulos salientes, ancha cabeza, pelo retinto y sonrisa fácil, apariencia por la que recibió la distinción cariñosa de Príncipe de Arauco, me di maña para iniciar una conversación con él. Y fue cosa fácil, porque él estaba bien informado –como solía estarlo de todo- acerca de las andanzas iniciáticas de nuestro “team” ochentero.
Larga charla sobre literatura chilena y universal, sobre amigos comunes como Jorge Teillier y Rolando Cárdenas, sobre los tiempos heroicos del Pedagógico (reeditados en aquellos años con la resistencia universitaria) y personajes literarios claves como algunos ya nombrados, sobre chascarros y anécdotas ocurridas en la misma sede de la Sociedad de Escritores, poblada en esos años por toda clase de seres extravagantes, ingeniosos, temerarios, dementes o geniales, así como por agentes de seguridad a la caza de alguna información. Tras una hora de conversaciones, decidimos trasladarnos a un sitio más apropiado, y eso me trajo grandes expectativas. Nos sentamos en un bar, y ante mi sorpresa, él pidió cocacola. No podía creerlo. El ídolo se venía al suelo. Yo pedí algo más serio, y él no se inmutó. Después supe que para el Mono, el trago había quedado atrás para siempre, consumida ya la dosis para una vida completa. O para varias vidas. Continuó la conversación sin límite, aquella vez y muchas veces más en el futuro. Era un escritor ocurrente, simpático, divertido, agudo, sabio, una delicia de persona. Yo pedí otro trago y él otra cocacola, inaugurando un acuerdo tácito que se prolongó en el tiempo.
Unos años después, Carlos, junto con Fernando Jerez y el entonces recién retornado Poli Délano, alentaron al Instituto Cultural Chileno-Francés para realizar un Encuentro de Narrativa llamado ENCUENTO, que provocó mucho revuelo en aquella época. Fue una especie de puesta en escena, emblema de la narrativa chilena en años difíciles, y un lanzamiento propiamente tal para muchos autores de los 80. Posteriormente, la Editorial Bruguera dirigida por Hugo Galleguillos, publicó los cuentos leídos en este evento en un volumen que forma parte de la historia literaria más relevante de aquellos años.
Fue difícil de creer al comienzo: íbamos a leer nuestros cuentos ante un masivo público ávido e inteligente, desafiando la censura. Bellos afiches, programa, luego la publicación del libro en una edición muy hermosa. Y más encima nos pagaron derechos de autor, un verdadero bautismo de fuego. Recuerdo que Carlos en una reunión nos dijo que debíamos haber enmarcado aquel primer cheque en vez de cobrarlo. Pero tras contemplar ese valioso documento, incrédulos y felices, la necesidad tuvo, como suele tener, cara de hereje. Lo cobramos y lo gastamos sin piedad al día siguiente. Eran tiempos difíciles.
En la rutina del consumo infinito de cocacolas –única bebida que aceptaba el Mono, leal hasta las últimas consecuencia, un auténtico baluarte de la fidelidad de marca- participaban muchos otros escritores, entre ellos Ramón Díaz Eterovic, Fernando Jerez, Ramiro Rivas, Poli Délano (ninguno de ellos bebedores de cocacola precisamente). Las sucesivas rondas iban tornando traposas las lenguas a medida que avanzaba la noche, y para nuestra sorpresa la lengua del Mono también se iba amodorrando al mismo ritmo. Terminábamos hermanados en una borrachera colectiva de whisky, vodka, gin o lo que fuera –nosotros los bebedores- y el abstemio consumidor de cocacolas. Ignoro si era resultado del reflejo de un bebedor jubilado, una forma de solidaridad consciente, o un efecto no catalogado aún de la gaseosa estelar.
A comienzos de los 90, época en la cual Ramón Díaz Eterovic y el que escribe estas letras, asumimos la conducción de la Sociedad de Escritores, sin más respaldo político que la absoluta orfandad y la máxima ingenuidad, amén de varios buenos amigos con buena voluntad, encontramos en Carlos Olivárez un eficaz colaborador que alentó la creación de SIMPSON 7, una revista literaria que por su calidad, dimensión y originalidad dejó huella profunda, como tantas otras aventuras que el Mono emprendió.
En aquellas numerosas horas de charla con el Mono, desfilaron centenares de historias, personajes y anécdotas memorables que darían para más de un libro. Entre ellas la engreída confesión de que -durante la época en que trabajó como redactor creativo de agendas publicitarias- había inventado el ingenioso slogan VAMOS BIEN MAÑANA MEJOR, estandarte que la dictadura enarboló en aquellos años. No sé si era un invento de su mente de fabulador, muy posible explicación, o de una realidad desafiante. Por mi parte, yo le narré como a comienzos de los 80 una turba de rebeldes derribamos, destruimos e incendiamos un letrero luminoso con el referido slogan. Lo celebró con grandes carcajadas.
A Concentración de Bicicletas sucedió –tras un largo silencio narratico- Combustión Interna, un segundo volumen de relatos de tanta importancia y valor como el primero. A sus méritos propios de cuentista, más que suficientes para recordarlo con admiración, se añade su labor periodística y cultural en La Época, su trabajo como antologista y gestor cultural. Gran escritor, hombre sencillo y práctico, pleno de talentos múltiples. Muchas veces estuve en su casa, con su mujer, la querida Sonia y sus hijos Pablo y Rodrigo, respecto a cuyos progresos y andanzas siempre se preocupaba, orgulloso, de mantenerme informado. Todo esto refleja al entrañable Mono Olivárez a quienes tuvimos la suerte de conocer, respetar, querer y -desde hace diez años- extrañar.

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