25 octubre, 2009

Ciudad Nueva


La ciudad ofrece rincones nuevos por doquier, basta con disponerse a recorrerla dotados de espíritu de aventura. Caminamos por sus calles como si fuera una ciudad extranjera, atentos a las sorpresas que el azar quiera depararnos. Al comienzo lo hicimos para vencer el pantanoso tedio donde nos fuimos hundiendo. Estábamos acostumbrados a rodar por las calles de Nueva York, Buenos Aires, México, Roma. Hasta a Shangai habíamos llegado a dar con nuestras almas. Eso ocurría en la época en que el dinero sobraba, se acumulaba en montañas virtuales en la cuenta corriente. Cuando ya se formaban cordilleras, organizábamos un viaje para toda la familia: Montevideo, Sao Paulo, Montreal, San Francisco, lo que fuera. Me parece que vivíamos arriba de los aviones. Así era nuestra vida hasta que se me ocurrió cumplir cincuenta años y la empresa donde trabajaba, a modo de celebración, decidió darme de baja con honores. Salí por la puerta grande, como suele decirse. Soñaba con las nuevas oportunidades de trabajo entre las cuales tendría que optar. Haría un concienzudo análisis antes de tomar una decisión. Me sentía tranquilo, optimista; la casa estaba pagada y no tenía deudas.
Pero nunca más encontré un trabajo. Nadie necesita ancianos en sus empresas. Eso aprendí. Por suerte Mariana tiene trabajo. Con ese dinero pagamos el supermercado, el colegio de los niños, la bencina y las cuentas de la casa. Para las emergencias –arreglos propios de la casa, los regalos, las medicinas y otros imprevistos- vamos devorando mis ahorros, que con terror veo menguar, mes tras mes. Tuvimos que suspender la televisión por cable, internet, los celulares y vender el segundo auto. Recién vendimos la casa en la playa porque no podemos solventar más los dividendos; la diferencia la deposité en mi cuenta para compensar las mermas continuas. Con frecuencia despierto transpirando, agitado, convulso. Una y otra vez se repite el mismo sueño: vago por desierto sediento y agónico. El agua de mi cantimplora se va agotando y me sigue una jauría de hienas hambrientas, cuyas fauces siento aproximarse. Mariana sabe de mis sueños y trata de consolarme con sus besos. “Ya va a pasar esta mala racha” me dice.
Por cierto ya no podemos viajar a ninguna parte. Así inventé los paseos de fin de semana. Escogemos un barrio y generamos un plan para recorrerlo. Al comienzo, este trabajo inicial hacía solo, pero ahora todos participan. Afortunadamente la ciudad es grande. Todos los meses emerge un barrio nuevo, así es que jamás nos quedamos sin panorama. Tenemos el cuidado de disfrazarnos para no parecer sospechosos. Para visitar los barrios de nuevos ricos, nos vestimos con elegancia, los hombres con traje, corbata, zapatos lustrosos; las mujeres con vestidos de seda y zapatos sin talón, muy bien peinadas y maquilladas. Poseemos tenidas especiales para cada tipo de barrio: de millonarios, aristócratas, empresarios, profesionales, empleados, obreros, cesantes, vendedores. En los sectores proletarios usamos ropa vieja y destartalada, y pasamos desapercibidos acaso nos ensuciamos un poco manos y rostros y nos revolvemos el cabello. Fue difícil convencer a mis hijos, pero terminaron por acostumbrarse.
A mis antiguos amigos no los veo nunca, progresivamente dejaron de llamarnos. Los escasos parientes nos han olvidado también, en consecuencia, vivimos solos y felices, sin interrupciones. Ayudo a los niños más pequeños con sus tareas. Cuido la chacra que he ido creando en el patio; gracias a ella disfrutamos de frutas y verduras gratis. He concebido la idea de criar conejos pero me preocupa que se produzca demasiado olor y eso moleste a los vecinos. Cuando estoy por sentirme abatido, abro el mapa de la ciudad sobre la mesa del comedor y me aboco a estudiarlo. Es una urbe extraña, llena de misterios, desconocida, apasionante. Cada día me siento más extranjero en ella.

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