NOTA: este cuento lo escribí para mi padre Diego Muñoz Espinoza (1903-1990) a mediados de los 90. Ha sido publicado en el volumen DÉJALO SER (Fondo de Cultura económica, 2003) y considerado en varias antologías. Ahora lo publico en homenaje a Franklin Quevedo Rojas, escritor y amigo entrañable.
Bajaba, después de una larga caminata
en la zona de los muelles, por Grant Avenue de regreso hacia Market Street,
cuando encontré la librería esplendorosa en sus cinco pisos de revistas,
casetes, discos compactos y libros, atrayéndome con su magnetismo irresistible
de sirena. Así que entré a esa nueva aventura que coronaba una estadía de
cuatro maravillosos días libres en San Francisco. La mañana siguiente partía el
trabajo duro y ya no dispondría de tiempo para vagar por las calles del puerto
como había estado haciendo a pleno gozo. Era como cumplir un viejo sueño, pero
no sólo un sueño mío, sino que también el de mi padre. Siempre hablábamos de su
futuro viaje a San Francisco, sobre todo cuando él me enseñaba la geografía de Valparaíso,
caminábamos horas por los cerros, subiendo a los viejos ascensores, deambulando
entre bares que pertenecían a una época moribunda. Nunca pudo ir, ni siquiera
en la época que ejerció como tripulante de alta mar, rodando por las costas
sudamericanas para mantener razonable distancia con la dictadura que lo había
marcado con el destierro.
La
librería era impresionante. El primer piso estaba dedicado a las novedades
literarias, léase best sellers, y no
ofrecía gran interés para mí. El segundo piso era un templo de la técnica y la
ciencia, repleto de anaqueles de libros ordenados por las materias más
estrambóticas. Más arriba estaba la literatura clasificada por país y ordenada
alfabéticamente por autor. En todas partes había sillas y mesas donde uno podía
sentarse a leer sin que ningún vendedor se acercara cada dos minutos, con
expresión de sospecha, a ofrecer su ayuda. Seguí subiendo. Un letrero indicaba
que el último piso correspondía a los videos y los libros para niños, así que
me encaminé a la sección de música clásica en discos compactos, dispuesto a
poner a prueba la riqueza de variedad que anunciaban los carteles. Pronto me di
cuenta que estaba todo, todo cuanto podía recordar era posible hallarlo allí,
convenientemente rotulado y en el lugar preciso, sin lugar a errores. A perfect world.
De repente recordé
a Barber; aunque fuera norteamericano, me parecía difícil. Caminé hacia la
letra B. Ahí estaban esperándome cinco compactos de Barber. Me sentí derrotado,
aunque feliz. Había unos fonos y un sistema de selección digital de los compact; en la lista figuraba uno de los
discos de Barber. Me puse los audífonos y lo escogí. Presioné el play y me dispuse a escuchar.
La
música vino dulcemente a mí. Era el Adagio. El mundo exterior pareció
disolverse a mi alrededor. Cerré los ojos y me dejé arrastrar por la melodía,
por ese lánguido torrente que iba in
crescendo, insertando en mis poros el almíbar de una emoción que me hacía
sentir la presencia de la eternidad y la futilidad del tiempo. Pensé entonces
que nunca mi padre y yo escuchamos este concierto juntos, ¡cómo le hubiera
encantado! Él habría estado con su pipa, sentado en su bergère, echando humo cada cierto rato y mirándome con esos ojos
que destilaban falsa severidad. Y yo en mi propio sillón, jugando a encontrarle
la mirada cuando una frase musical ameritaba una celebración silenciosa. Pero
no, yo me encontraba solo en el cuarto piso de una librería en San Francisco,
muy lejos de sus cenizas y de la muerte que me lo arrebató hace seis años. El Adagio
de Barber resonaba en mi interior abriendo cajas de Pandora que liberaban mi
melancolía irremediable, mi sensación de escepticismo, mi convicción del
aterrador fracaso que se oculta tras los éxitos mediatos que otros envidiarían.
Cuando
abrí los ojos estaba ahí, lo juro, no sé cómo ocurrió, pero estaba ahí, de pie,
mirándome con sus ojos severos bajo las
cejas hirsutas que trataba de domeñar aplicándoles gomina. Era mi padre.
Se veía bien, erguido, impecablemente vestido, atlético, como antes de su enfermedad.
Me quité los audífonos y volví a cerrar los ojos para borrar la alucinación.
Claro, San Francisco, este viaje repentino, impensado, maravilloso, que me
traía tan intensamente el recuerdo de mi viejo, con sus cerros, sus tranvías,
el fragor del cable-car, el viento
del mar, las caminatas por Fisherman's Wharf, el sabor multirracial y liberal
de sus calles multicolores. Abrí los ojos y todavía estaba ahí, sonriéndome con
aire divertido y su severidad totalmente desvaída.
-
¿Eres tú, papá?
-
Sí, soy yo - los ojos le brillaban de risa y visiblemente disfrutaba mi
desconcierto, aunque también se revelaba en ellos una emoción muy honda
compitiendo con su ironía. Yo pensaba que era un sueño, un maravilloso sueño
del que no quería despertar, menos aún a fuerza de pellizcos.
-
Pero... no puede ser - logré articular con voz desfallecida - esto no puede
estar pasando.
-
Claramente es imposible. Tu mente matemática sabe que esto no está pasando en
realidad. Uno muere y se va... se disuelve y ya, no está más. ¿Te acuerdas
cuando hablábamos de estas cosas? La vida es un milagro, de pronto surges de la
nada, hay un instante para uno, luego vuelves a la nada.
-
Pero tú estás muerto, tú te fuiste - era increíble estar frente a él, su
fantasma, su espejismo, lo que fuese me parecía tan real como una persona de
carne y hueso. Traté de ver a través de él, para comprobar acaso fuera una
proyección holográfica de rayos láser, pero se veía sólido, tangible, nada de
translúcido. Luego moví un poco la cabeza hacia un lado y después hacia el
otro, para verificar la tridimensionalidad de la figura; la perspectiva parecía
perfecta. Entonces echó a reír.
-
Estás haciendo exactamente lo que yo habría hecho - reía con muchas ganas y los
ojos se le llenaban de lágrimas e iban quedando brillantes, llenos de luz -
examinarme como a un protozoo bajo el microscopio, hacerme pruebas de esto y
aquello, a ver de qué clase de fenómeno físico se trata. ¡Tanto que me
interesaba la física! Pero la física práctica, porque con las matemáticas, el
álgebra, la geometría me entendía mal, excepto...
-
Excepto cuando entendiste el teorema de Pitágoras, me lo has contado cien
veces - era increíble, estábamos
teniendo una de esas conversaciones que tanto extrañaba, mi padre estaba al
frente como hace años y yo lo estaba reprochando por contarme una de esas
historias que hubiera dado la mano derecha por escucharla siquiera una vez más.
-
Ya sé que sabes. Pero también sabes que una de las bases de la amistad es, en
parte, hablar de las mismas cosas una y otra vez, hasta el cansancio. Ven acá,
muchacho, abrázame, que quiero sentirte cerca.
-
¿No vas a disolverte si te abrazo? - sentí como los ojos se me nublaban -
Júrame que no vas a desaparecer si me acerco - fui aproximándome poco a poco,
con gran lentitud, como si un movimiento brusco fuese a producir una brisa que
arrastrara muy lejos la imagen que tenía ante mis ojos, en cámara lenta para
que no se difuminara el hombre que me sonreía desde su mirada dura abriéndome
los brazos, erigido en una imposibilidad absoluta, una contravención a las
leyes naturales.
-
Acércate sin miedo, hombre.
Tenía
puesto un traje Príncipe de Gales, sobrio y elegante, de estilo inglés
aristocrático. También llevaba sombrero y
mocasines brillantes, recién lustrados. Lo primero que toqué fue su
hombro derecho; lo sentí firme, consistente. Entonces me dejé gobernar por la
emoción: me aferré a él, sollozando como cuando era un niño que despertaba en
medio de una pesadilla, atrapado en el remolino de la oscuridad y el miedo,
perdido en un mundo incomprensible que me tendía sus ominosos tentáculos para
erizarme la piel; lloraba también porque estaba oliendo su aroma mitad lavanda
inglesa, mitad Half & Half y eso
significaba que lo tenía a él entre mis brazos, que no era una alucinación
pasajera que fuera a temblar levemente antes de esfumarse sin dejar rastros.
No
puede ser un experimento de realidad virtual, pensé, yo estoy acá y él está acá
y estamos abrazados. No tengo ningún casco proyectándome imágenes directamente
a la retina, no llevo guantes que me transmitan la sensación cierta de
aferrarme a su torso, no hay odorizadores que me traigan su aroma, no hay
parlantes que sinteticen su voz, esto no es una mentira.
-
No, no es una mentira, estoy aquí, contigo.
-
¿Ah? - me sobresalté al escucharlo y me desprendí de él para mirarlo directo al
rostro - ¿Cómo es que puedes escuchar mis pensamientos?
-
Piensas demasiado fuerte - me dijo con los ojos destellando ironía - o eres
demasiado obvio, una de dos.
-
Bueno, lo mejor es que vayamos a tomar un trago juntos, para celebrar este
encuentro. ¿Puedes tomar una cerveza?
-
No sé, creo que sí, siento incluso que puedo beber algo más fuerte. ¿Dónde
vamos?
-
Caminemos a Fisherman's Wharf, eso va a encantarte.
-
¿Qué diablos es eso? ¿Dónde estamos? Nunca oí hablar de ese bar...
-
No es un bar, papá, estamos en San Francisco de California - sus ojos crecieron
desmesuradamente, pero sus labios formaron una sonrisa; era mayor la alegría
que el asombro - . Sí, lo que oyes, San Francisco, en Estados Unidos.
-
No puedo creerlo ¡al fin estoy aquí! Toda la vida soñé con venir acá y ahora
que estoy... Vamos, vamos, eso no importa. Lo que sí importa es que me cuentes
por qué estás tú acá.
-
Bueno, soy consultor, tú sabes, bueno, en realidad no alcanzaste a saber. Me
dediqué a la consultoría en grandes empresas, me fue bien, todavía no sé por
qué, y ahora viajo con un cliente. Un study
tour le llaman, un viaje para entrevistarse con especialistas en gestión.
Tuve la suerte de tener estos días libres y... eso es todo.
-
Notable - me dijo con los ojos humedecidos por una repentina emoción que
procuraba ocultar - siempre supe que eras un muchacho brillante, que con tu
inteligencia ibas a llegar lejos.
-
Basta, viejo, no jodas, ni soy un muchacho, ni estás frente a la réplica de
Einstein. Estoy al filo de los cuarenta. Y quizá haya hecho bien un par de
trabajos para ganar un prestigio muy moderado. Eso es todo, así que no empieces
con tu rutina de papá baboso por el hijito genio, como el pendejo de Cárcamo.
-
Tienes razón - reía de buenas ganas - estoy como ese borrachín que cree que
engendró al Kropotkin chileno. Caminemos mejor, tú serás mi guía.
Salimos
de la librería hacia la noche de San Francisco. Estaba fresco y corría una
brisa suave, deliciosa, como cada día del año. En las calles se agitaba una
densa masa de californianos y turistas de todas las razas y colores: chinos,
hindúes, chicanos, latinos, negros, coreanos, griegos, italianos, sajones. La
ciudad del futuro, todas las lenguas, todas las costumbres coexistiendo. El
viejo examinaba cada escena, sin perderse detalle, estaba alerta, dejando que
le entraran imágenes, emociones, aromas, colores. De pronto escuchamos la
campana del cable-car y él me miró
intrigado. Le hice un gesto tranquilizador, indicándole que esperara un rato.
La campana se acercaba y con ella el fragor del vehículo. Por fin dobló en la
esquina, hacia nosotros, se detuvo y nos colgamos de sus barras laterales.
-
Esto es maravilloso - me dijo - ¡qué cosa más preciosa!
Mostré
mi pase al boletero y compré un ticket
para él. Algunos transeúntes nos saludaban y nos gritaban frases
incomprensibles en el camino, mientras el conductor movía con destreza
enigmática las palancas del carro al tiempo que contestaba con agudos chascarros
las intervenciones del público. Era un tipo de bigotes entorchados, tal vez un
emigrante polaco pobre, que tenía ya dibujada per secula en su rostro la
sonrisa burlona que debió ser la forma de combatir las vicisitudes que tuvo que
vencer antes de arribar a la dorada California.
-
Next stop, China Town - anunció el
conductor.
-
Bajémonos aquí, viejo, si tenemos suerte alcanzamos a ver las tiendas abiertas.
Descendimos
frente a la Puerta de China Town, profusamente ornamentada con dragones y bestias
multicolores que anuncian la entrada a un mundo diferente, que sigue otras
reglas y se rige por otros códigos.
-
Ahí, en esa plaza, si llegas muy temprano, encuentras a los chinos viejos
practicando tai-chi. Es un espectáculo soberbio - mi padre me observaba con un
dejo de incredulidad, sin convencerse todavía de que estaba en la ciudad de sus
sueños. Comenzamos a subir por las estrechas calles del barrio chino. Aún había
movimiento, unos pocos turistas en medio de una multitud de asiáticos hablando
lenguas incomprensibles, algunos de ellos vestidos a la usanza de Oriente.
Caminamos con lentitud entre aromas desconocidos, buscando hallazgos con todos
los sentidos alertas. En una esquina encontramos una tienda donde vendían
increíbles variedades de peces, mariscos, moluscos y crustáceos vivos.
Ingresamos en un mundo de semipenumbras, con una atmósfera fuertemente cargada
de olores marinos densos y penetrantes, en la cual se agitaban con
inquietud dentro de sus acuarios los
seres submarinos más extraños que se puedan imaginar: babosas gigantes de casi
medio metro de longitud, gruesas y lentas y ciegas, fuera del tiempo; cangrejos
oscuros de formas caprichosas y largas tenazas amenazantes; peces monstruosos
erizados de espinas surgidos de las profundidades abisales; manjares apetecidos
en los comedores de Asia.
-
Ellos comen cualquier cosa que nade, camine, vuele o se arrastre. Basta con que
se mueva un poco.
Mi
padre sonrió con mi broma, y continuó
explorando la tienda. Entonces un turista dirigió su lente hacia la vitrina
donde retozaba una media docena de bogavantes, y antes de que pudiese presionar
el obturador, varios chinos se interpusieron gesticulando y aullando objeciones
en su idioma gutural, denotando una cólera que estaba a punto de transformarse
en agresión. El extranjero bajó su lente y se alejó con rapidez entre la
muchedumbre asiática que se congregó en dos o tres segundos. El ambiente se
había cargado de violencia, y salimos de allí con fingida serenidad,
abriéndonos paso entre los chinos que parecían vigilarnos como a amenazas
latentes. El griterío era tan ensordecedor como ininteligible y resultó
imposible intercambiar palabras antes de alejarnos cincuenta metros del lugar.
-
¿Entendiste algo? - preguntó mi padre con aire divertido de niño que recién
viene de cometer una maldad.
-
Nada, pero los chinos parecían dispuestos a cortarnos en pedazos y arrojarnos
dentro de sus acuarios para alimentar a sus delicatessen.
-
No sé si tanto así. La culpa fue de ese imbécil de la máquina fotográfica - el
viejo hablaba con seriedad de juez implacable - siempre he pensado que los
tipos que andan por ahí sacando fotos a todo son unos tarados que no pueden
recordar algo por sí mismos, como si necesitaran tener pruebas de que
estuvieron ahí, en la Tour Eiffel, en
la Gran Muralla, en la Estatua de la Libertad. Ese pelotudo tuvo la culpa.
Quería una fotito para llevar a la casa.
-
Lo peor es que después hacen diapositivas - aclaré - y con ellas preparan
sesiones para los amigos. Te invitan a tomar té un sábado en la noche, te
convidan unas galletas desabridas, unas papas fritas y un par de vasos de
cerveza, mientras te relatan sus aventuras tras el cocodrilo sagrado del Nilo o
el yeti en los montes Himalayas.
-
¿De verdad? - me examinó como si yo fuese una mantis religiosa bajo el
microscopio electrónico - ¿tienes esa clase de amigos?
-
A veces no lo puedes evitar - respondí avergonzado - más si trabajas con ellos,
hombro con hombro y día tras día.
Entramos
en otra tienda de comestibles. Allí había barricas a medio llenar con semillas
enigmáticas, mariscos ahumados, especias, insectos disecados, sustancias
imposibles de identificar. Se respiraba una suerte de mezcla de oxígeno y de
sabores misteriosos.
- ¿Qué guisos podrán preparar con estas
porquerías los chinos? - interrogó mi padre, y la duda parecía muy válida.
- Fricasé de zancudo, estofado de libélula,
sopa de mosca tse - tse o cazuela de tarántula. Lo que te apetezca.
- Mejor vámonos a un restorán más tradicional
y dejemos las indagaciones antropológicas para otra ocasión.
Caminamos
todavía otro par de cuadras por China Town y volvimos a colgarnos del cable-car para llegar a Fisherman's Wharf. La bajada en el carro es
alucinante, es precipitarse en las calles de San Francisco, hechas de casas maravillosas
camino del océano. Con esas visiones los pasajeros gritan de euforia.
Fisherman's
hierve de gente que busca un lugar donde refugiarse a comer y beber. Es una
fiesta que nunca termina, un carnaval eterno de personas felices. El viejo
observaba y analizaba cada detalle para conservarlo en su memoria.
- Quizás después escriba algo sobre esto - me
dice - ¿pero cuándo después? ... este instante es el único que tengo. Más allá
no hay nada.
Quise
abrazarlo, pero me contuve. De pronto lo vi como a todos nosotros: frágil,
débil, precario, finito. De nada habría servido que lo estrechara, sólo se
hubiera sentido peor. ¿Qué era al fin sino un sueño mío, una ilusión secreta
largamente albergada, un resultado de mi imaginación moviéndose al borde de la
locura? Tan breve y tan fugaz como el Adagio de Barber que creía escuchar
mientras lo veía hundido en sus pensamientos más oscuros.
- Entremos aquí - le tomé el brazo para
dirigirlo al interior del Pompei's Grotto - éste es un restorán italiano que te
va a encantar.
- Bachichas, ¿eh? - la risa le iluminó el
rostro - . Eso es, vamos a celebrar la vida, que es tan corta, para eso estamos
aquí.
Escogimos
una mesa un poco aislada del resto, iluminada por una palmatoria de aceite. Nos
atendió una muchacha californiana muy hermosa, de verdes ojos brillantes como
soles de una galaxia lejana. Ordené Spaghetti
Calamari sin leer el menú. También vino blanco de la región.
- Te va a gustar, viejo, no te preocupes.
- Confío en ti, estoy entregado en tus manos.
- ¿Vas a poder comer y beber? Al fin y al cabo
eres...
- ¿Un fantasma? No. Ya vas a ver de qué soy
capaz. Anda preparándote.
Hablamos
de lo humano y lo divino esa noche. San Francisco nos arrullaba con su magia
libre trasminando los poros. Conversamos de tranvías de comienzos de siglo en
Santiago, de los horrores de la Segunda Guerra, del cometa Halley y las
profecías apocalípticas que desencadenó su paso, de huelgas obreras y
esperanzas fallidas, de las influencias experimentales de Proust y Joyce, de la
teoría de la relatividad y la de los quanta, de mi trabajo de consultor
errabundo, de mis metas que no alcanzó a ver cumplirse, de los libros escritos
robando tiempo al sueño, de mi escepticismo político, de mujeres perdidas en el
pasado aunque jamás olvidadas, de ángeles y demonios, de viejos amigos, de
tragos exóticos, de viajes, de pasiones, de anécdotas que nos hicieron llorar
de risa, de tiempos que ya nunca regresarían. Pedimos otra botella y un clam chowder,
esa exquisita sopa de mariscos de sabor tan intenso, para acompañar. Luego una tercera botella de
vino californiano y una tabla de quesos. La cuarta ya nos dio en el talón de
Aquiles.
-
Déjame pagar a mí, hijo, yo quiero invitarte - me dijo con voz temblorosa por
la emoción y la borrachera.
- Vaya, viejo, tú no tienes dólares, ni
tarjeta de crédito, ni cheques viajeros.
- Sí, es cierto, pero cómo me gustaría
invitarte.
Salimos
de allí abrazados como dos antiguos camaradas de juerga, felizmente encontrados
en un rincón perdido del mundo.
- La fraternidad de los borrachos es algo muy
serio. - me miraba con sus grandes ojos muy solemnes, aunque una sonrisa leve
lo traicionaba un poco más abajo - . Muy, muy serio.
Abrazados,
caminamos con torpeza, oscilando demasiado perceptiblemente. Un grupo de
marineros nórdicos nos gritó chanzas en su lengua incomprensible; les
respondimos con alegría y exclamaciones en español.
- ¡Qué les pasa, malditos cabrones hijos de la
gran puta! - les sonreíamos con gran fraternidad, como si les deseáramos felicidad
eterna - ¡Váyanse a la mierda, mamones, pendejos de mierda!
Y
así por varios minutos. Quedamos exhaustos y divertidos, ahítos de risa y de
proferir insultos. Proseguimos nuestro paseo tambaleante por la zona de los
muelles. Estaba lleno de luces y las personas se veían contentas, exultantes,
plenas de vida. Otros ebrios nos saludaban, reconociendo a los cofrades del
alcoholismo.
- Tomemos el zarpe, hijo, ya es muy tarde.
- El del estribo, querrás decir.
- En Centroamérica hablan del zarpe, es más
bonito. Eso es lo que vamos a hacer ahora - tenía la mirada ligeramente
extraviada y sonreía con cierta blandura extraña en él.
Elegimos
un bar donde tocaba una banda de jazz-fusión en medio de un entorno cargado de
humo de cigarrillos y uno que otro pitillo de marihuana. Pedimos dos Tom
Collins a un mozo joven ridículamente vestido de etiqueta.
- Parece que vinimos al Club de la Unión - el
viejo alzó el vaso para chocarlo con el mío.
La
música llenaba cada espacio del bar con su carga de enigmas, sonaba bien esa
banda, y mi padre escuchaba medio ensoñado, dejándose llevar por las notas más
dulces y tristes del saxo que brillaba en la media luz de la sala con un fulgor
de viento y de océano.
De
pronto el viejo abrió los ojos y me quedó mirando.
- ¿Cómo estás? ¿Qué sientes ahora?
- Estoy bien, feliz aquí contigo. No necesito
nada más - sentí la radiante ternura que me iba invadiendo - estoy aquí,
contigo, es más de lo que podría haber pedido.
- Yo también - respondió con un hilo de voz
que no venía para nada con su aspecto de recio coronel en retiro - tampoco sé
cómo pasó esto, hijo, pero supongo que la causa es...
- No digas nada - le tomé la mano por encima
de la mesa y él la asió casi con rudeza - . El Adagio de Barber, San Francisco,
el amor, los recuerdos, probablemente una mezcla mágica de esos ingredientes.
Se
incorporó de la mesa con los ojos inundados de lágrimas. Yo también me puse de
pie y nos dimos un abrazo intenso, desesperado, ciego, de esos que los hombres
se dan muy pocas veces en la vida. Lo sentía sollozar en mi hombro, era muy
triste y muy hermoso, más aún con ese indescifrable fondo de fuego y agua que
es el jazz, el escurrir de un torrente que baja de las montañas siguiendo la
huella del sol para derramarse en el océano.
- Tengo que irme, hijo, tú entiendes...
- No entiendo, ya te perdí una vez... y ahora
de nuevo.
- No, no es así, tú sabes. Esto es una
anomalía. No puede durar mucho. Si no el mundo se trizaría, ¿entiendes? Se
rompería en dos, explotaría, no sé. Debo irme y eso es todo.
- Salgamos de aquí, viejo. ¿Te queda algún
tiempo todavía?
- Poco, pero algo queda.
Pagué
la cuenta y fuimos a sentarnos en el Muelle 39, frente a unos barcos de turismo
descansando de su jornada. El mar rozaba con suavidad los contornos de la bahía
y una repentina niebla comenzaba a descender sobre la costa. Estuvimos varios
minutos, hasta que mi padre decidió romper el silencio.
- Despidámonos, hijo - y me abrazó.
Apoyado
en su hombro podía ver que el Golden Gate desaparecía devorado por la niebla
que avanzaba rápidamente hacia nosotros. De repente nos envolvió. No se podía
ver a veinte centímetros. A veces se escuchaba el graznido de una gaviota
solitaria volando a ciegas sobre la bahía. En mi interior surgió el Adagio,
tierno, rebelde, trémulo, palpitante de emoción. Entonces comprendí lo que
Barber había querido expresar: esa nostalgia arrebatadora, ese deseo de llorar
a gritos insultando a Dios por su injusticia; esa sensación de pérdida
irremediable que es al mismo tiempo la otra cara de la felicidad; esa turbia
rebelión que se agita en lo más hondo de nosotros. Estreché a mi padre con
fuerza, para sujetarlo a mi lado, pero sentí que iba perdiendo consistencia con
inexorable lentitud. Lo solté para verlo de frente. Se desvanecía segundo tras
segundo, como si la niebla se lo estuviera llevando consigo. Los ojos le
brillaban de emoción y me atrajo de nuevo a sus brazos.
- No quiero que me veas partir - dijo en un
susurro.
Al
final, casi sin darme cuenta, estuve solo de nuevo. Saqué el pañuelo del
bolsillo trasero del pantalón para secarme la cara. Avanzaba a tumbos entre la
bruma, sin saber a dónde ir. Entre los vapores surgió de improviso una
llamarada naranja. Un vagabundo se entibiaba las manos en una fogata hecha con
los restos de un cajón frutero. Era un negro muy alto, de mirada perdida,
vestido con jirones de uniforme de marine.
- What's
wrong, man?- exclamó con voz gutural, hablando en medio de la jungla
asiática, esperando el ataque de un enemigo tan despiadado como invisible.
- Nada, nada en absoluto - le respondí
mientras me perdía en la bruma y en la noche.
2 comentarios:
Diego
hermoso homenaje para Franklin, él fue mi suegro y aunque después de mi separación, estábamos físicamente distanciados, mi cariño permaneció inalterable durante todos estos años. Lo admiraba mucho porque a pesar de haber sufrido los horrores de la dictadura, nunca escuché odio o resentimiento de parte de él. Tuvimos una entañable relación, compartimos veraneos en mi casa en El Tabo, en La Serena, me acompañó cuando nació mi primer hijo, llegamos a la Clínica con Franklin hijo y él ya nos estaba esperando. El estará presente en mi vida y en la de mis hijos, sus nietos, de los cuales el mayor estudia periodismo y sin duda su abuelo será un referente a seguir en su vida profesional.
Un abrazo
Flavia
Gracias, Flavia por tus palabras de cariño y recuerdo para Franklin, saludos afectuosos
Diego
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