Querido Franklin Quevedo:
Vamos a conversar un rato, como
siempre hacemos. Quizás esta vez omitamos las bromas. Hablaremos de temas
nuevos y de otros tocados muchas veces.
Hay seres humanos que enseñan a
pesar de sí mismos, aunque no quieran hacerlo. Tú eres uno de esos. He tenido
la suerte de haber conocido a muchas personas así. El primero fue mi padre,
Diego Muñoz Espinoza, el mejor de mis
maestros, dedicatoria de mi primera novela.
Justamente, Franklin, tú fuiste
maestro, entre muchas otras actividades. Sin embargo, no dabas cátedra.
Enseñabas conversando, jugando, riendo, dando el ejemplo.
Hay personas que tienen la virtud
de transformar el rigor de la vida en dulzura, cariño, alegría, amor. Tú eres
uno de esos raros, escasos maestros. Es fácil convertir la persecución, la
tortura, la prisión, el exilio en dolor reconcentrado, en odio, en amargura, en
frustración. Lo auténticamente difícil es convertir todo esto en cariño y en
generosidad. Eso hiciste con tu vida, tan difícil y tan maravillosa a la vez.
Mempo Giardinelli, muy querido
amigo argentino, me dio –sin pretenderlo, como buen maestro- esta lección
apenas lo conocí. Me dijo, “yo todo lo que quiero es ser un buen escritor y una
buena persona”. Esas palabras me quedaron resonando, porque representan una
ambición muy sana y, por cierto, enorme y magnífica. Pienso que no hay una
aspiración más alta que esta, al menos para mí. Y estoy seguro de que tú,
Franklin Quevedo, lograste ambas.
Cuando encuentren por la vida una
persona como él, no la dejen pasar. Aprovéchenla. Escúchenla, porque tiene
mucho que decir y no se va a tomar la palabra por sí mismo. Ocurre que carecen
de vanidad. Hay que hacerlos hablar, darles espacio, oírlos. Hacerse tiempo.
¿Adónde va la gente tan apurada,
Franklin? ¿Acaso corren hacia su felicidad, a ver un ser querido, a abrazarlo?
¿Hay algo mejor que una larga y plácida tarde de conversación, un arte que se
va perdiendo en el tráfago del trabajo y el consumo desmesurados? Quedémonos
aquí, conversando, fuera del tiempo. Soñando con tiempos mejores.
Quisiera pensar que uno de estas
noches vamos a encontrarnos en un bar, en alguna parte del mundo, y vamos a
bebernos una botella de vino. Que vamos a continuar el duelo de bromas, cuyo
saldo solíamos contabilizar entre risas.
A veces ganabas tú, a veces yo. La verdad es que daba lo mismo: lo
esencial era generar alegría.
Te conocí primero como se conoce
a los escritores, a través de tus libros. Admiré el oficio, el estilo sobrio,
preciso y la gran humanidad que imperaba en todos tus relatos. Luego, a tu
regreso del exilio, a mediados de los 80, nos encontramos en actividades
literarias. Allí se forjó una amistad destinada a ser inquebrantable.
Luego, hacia mediados de los 90,
vino tu idilio con mi madre, como sabes, una de las personas que más quiero en
este mundo. Cuando Inés nos reveló tímidamente este hecho a mi hermana y a mí,
lo celebramos de inmediato, y te acogimos sin reservas. Te conocíamos, apreciábamos
y admirábamos. Entonces, y ahora que te conocimos íntimamente, mucho más, por tu
entereza, integridad moral y la enorme alegría que contaminaba tu existencia e
ibas diseminando por allí con tanta magnificencia.
Para mi fuiste un gran amigo y un
maestro notable. Un buen escritor y una buena persona. Una conjunción muy
difícil de hallar. No se encuentra a cada paso a alguien capaz de convertir un
golpe en un abrazo, o de transformar el martirio en amor, la opresión en
belleza. Esa clase de magia, tú la posees. Trataré de aprenderla. Tú irás
guiándome. Hay muchas razones para seguir conversando, querido Franklin, hasta bien pronto.
21 de agosto de 2012
Diego Muñoz
Valenzuela
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