Raúl estaba en el paradero sosteniendo el portadocumentos con la axila. El microbús se detuvo justo frente a él y subió de un salto a la pisadera. Pagó el pasaje sin mirar al chofer y fue a sentarse al final del pasillo.
Después de algún rato se dio cuenta
de que era el único pasajero, y que la micro, a pesar de no transportarlo más
que a él, se demoraba muchísimo en avanzar.
- ¡Qué desgraciado éste! – susurró,
mordiéndose los labios.
Raúl miró la hora; en efecto, estaba atrasado. Ante sus ojos las calles
y los árboles de la ciudad se desplazaban morosamente. Pensó en apurar al
conductor.
Luz roja ¡cuarenta segundos más!
- Oiga, apúrese un poquito… por
favor – la timidez congénita traicionaba su ira.
El chofer siguió como si nadie
hubiese hablado.
Jamás llegaría a tiempo, alguna
partícula de resignación comenzaba a impactarle.
- ¡Usted ni volando llega a tiempo a
alguna parte! – gritó Raúl con un cierto dejo sarcástico en medio de su cólera.
- ¿Está seguro? – interrogó el
conductor.
De pronto se escuchó un confuso
aleteo proveniente de los costados del microbús. Simultáneamente Raúl advertía
la monstruosa antigüedad de la máquina y pensaba en qué le recordaba aquella
voz. Se incorporó para ver lo que ocurría, pero al tiempo de ponerse de pie, el
vehículo emprendió el vuelo.
Entonces el chofer se volvió hacia
él y le hizo un guiño malicioso con el ojo derecho.
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