Cuando abrí la
puerta del excusado, encontré al maldito extraterrestre instalado allí. El
almuerzo me había caído pésimo y necesitaba el inodoro con urgencia. Me miró a
través de su escafandra translúcida con aquellos enormes, oblicuos y oscuros
ojos de alienígena. Tenía abajo la parte inferior de su traje espacial. Hedía y
eso empeoró la situación porque sentí náuseas. Vomité sobre su escafandra. El
asqueroso fluido que salió de mis entrañas escurrió empañando el vidrio. Al
fulano no debe haberle agradado mi acción, por cierto involuntaria, y llevó
rápidamente su mano –o lo que fuera, tentáculo, seudópodo, pata- a la altura donde debieran estar sus
caderas. Ya he visto suficientes películas del far west; a mí no me vienen con cuentos. Le vacié la Walther 38 sobre el pecho. No quería que
me saltaran vidrios al rostro. Ocho agujeros aparecieron sobre su traje de
cosmonauta, y por ellos comenzó a escurrir
un fluido verde esmeralda. Antes de que cayera y siguiera emporcándolo
todo, lo levanté en vilo para arrojarlo dentro de la tina. Me senté al fin. Y vino el alivio,
aunque apestara la podredumbre de la criatura convulsionando en la bañera.
02 octubre, 2014
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