El
ojo había llegado. Estaba allí, en medio de la habitación. Enclavado en la
pared arrojaba una mirada terrible y profunda que le hacía tintinear las
terminaciones nerviosas. Esa mirada no lo dejaba olvidar lo que había que
olvidar, ni recordar aquello que es imprescindible.
Pero
ahí estaba, ensoñador, magnético, impasible. Enorme. Casi de su propio tamaño,
con horribles sanguinolencias y venas enrojecidas, y la pupila dilatada. Se
aterrorizó, golpeó el espejo hasta destruirlo y volvió con gran calma hacia su
órbita.
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