La reapertura del caso de los jóvenes
quemados, Rodrigo Rojas Denegri y Carmen Gloria Quintana, trae de regreso, una
vez más, la eterna pesadilla de la dictadura militar. Así ocurrirá mientras se
mantenga pendiente el ejercicio de una justicia eficaz con las miles de víctimas
de la represión que las fuerzas armadas ejercieron contra los opositores
durante 17 largos y terribles años. Aquellos que pretenden imponer el silencio
y el olvido lo hacen amparados por su complicidad en estos horribles crímenes,
o bien –y quizás sea peor- por conveniencia política y económica.
La culpa hizo su trabajo golpeando tres décadas
en la conciencia de un exconscripto, hasta que rompió ese siniestro pacto de
silencio establecido y amparado por oficiales del Ejército. Bendita sea esta acción
de arrepentimiento y confesión, pero faltan muchas más. El daño provocado, la
muerte, la tortura, la persecución sistemática que ejerció un estado fascista
en contra de los ciudadanos que se atrevieron a enfrentar la injusticia, son inconmensurables,
en verdad irreparables. Lo menos que se puede hacer es justicia y castigar a
los culpables. Esto porque hay otros
daños que considero tanto o más terribles, catastróficos, que mencionaré más
adelante.
Cuando la dictadura empezó, yo tenía 17 años;
cuando acabó, 34. Esto es lo que vivió mi generación en su juventud: un horror
sistemático. Apenas alcanzamos a disfrutar del sueño utópico de los 70, no
fuimos actores decisivos de ese periodo, pero tuvimos que asumir las
consecuencias. La mayor consecuencia fue la convivencia con el terror ejercido
como sistema por un estado criminal. Aclaro que no pretendo que nadie me
indemnice ni pida mi perdón por ello; tampoco existe la manera de repararlo. Como
miles de compatriotas, me las he arreglado solo, y puedo seguir haciéndolo.
Quizás por qué sobreviví al horror cotidiano:
suerte, ingenio, instinto, solidaridad, piedad. Muchos amigos quedaron en el
camino desde los primeros días. Vivo y revivo cada día el dolor de su desaparición,
tortura y muerte. He escrito sobre ello y sigo escribiendo, porque no puedo
evitarlo. No puedo olvidar lo que viví. Y tengo que hablar por quienes no
pueden hacerlo. Creo que ese es el sentido de haber sobrevivido.
Experimenté en carne propia los peligros y
los rigores de la clandestinidad, los compartí con miles de compañeros y
compañeras anónimas –los que sobrevivieron por ahí están, esperando algo
impreciso, como yo- y me siento orgulloso de haberlo hecho. Puedo mirar de
frente a mis hijos y contárselos: no eludí luchar con todas mis fuerzas y
posibilidades contra un régimen cruel y oprobioso. Creo que es lo mejor que
hice en mi vida. Y no esperé ni espero recompensas, honores ni reconocimientos
por ello.
La verdad es que es muy modesto lo que
espero. Un poco de justicia real, algo más que lo “posible”. Dije antes que el
daño fue muy grande. Una auténtica hecatombe. Lo explico en lo que sigue.
El socialismo a la chilena, con empanadas y
vino tinto, en democracia; la fórmula acuñada por Salvador Allende, representó
un peligro atroz para los detentores del poder económico, político y militar.
Un peligro mucho mayor que el “socialismo real”, burocrático, estaliniano, que
terminaría por derrumbarse en unas décadas, tal como ocurrió.
Este era un peligro mucho mayor para los
gigantescos y concentrados intereses de los amos, los visibles y los
invisibles. Así se desató la intriga que culminó con el golpe militar que dio por
tierra con el gobierno de Allende. Ahí comenzó a actuar la aplanadora fascista:
exterminar a las organizaciones políticas de izquierda y a las organizaciones
sindicales, eliminar a los mejores cuadros dirigentes: los más lúcidos,
generosos, flexibles, innovadores y visionarios, partiendo por el propio
presidente. Fue un trabajo sistemático de exterminio llevado a cabo en esos 17
años. Muy fructífero, si se juzga por los resultados.
También aprovecharon –esa era la finalidad al
fin y al cabo- de destruir el sistema educacional, previsional, la salud.
Jibarizar al estado, poblarlo de tecnócratas, introducir la venalidad en los
sistemas de gobierno, instaurar las bases para el desarrollo de un experimento
ultra neoliberal.
En ese mundo horrible vivimos, sin muchas
esperanzas de cambio real. Con los partidos políticos al servicio de los
intereses económicos, con las elites dominadas por aventureros, ignorantes y
corruptos, con los intelectuales y artistas arrinconados, cooptados o
domesticados. Con los medios de comunicación totalmente instrumentalizados y
dirigidos.
Esta es una visión muy desalentadora, es
verdad. Pero siempre es posible hacer algo. Partir por decirlo y reconocerlo.
Luego, hecha la catarsis, vendrán los actos de ejercicio de la responsabilidad individual,
como ha hecho el conscripto que rompió el pacto de silencio. O su propia
reflexión: me dirijo a quien lee este texto. ¿Qué puede hacer usted? Yo he
escrito estas palabras, tal vez impulsado por una difusa esperanza. Deben producirse
muchos más de esta clase de actos, millones de ellos.
Eso podrá impulsar, quizás, otros actos
mayores, comunitarios, ojalá multitudinarios que quiebren la presunta
estabilidad del silencio, la neutralidad y el conformismo. Siempre es posible hacer
algo, más allá de los meros límites de los intereses individuales.
Conocí a Carmen Gloria Quintana. Fuimos
compañeros de esperanzas. Admiro sin reservas su valor, su consistencia, su
ejemplo moral. Conocí a muchas otras buenas personas, valientes, generosas,
luchadoras. Me pregunto dónde estarán ahora mismo aquellas que sobrevivieron. Quisiera
que den noticias de su existencia: que hablen, escriban, aplaudan, que hagan lo
que les sea posible.
Como tantas veces ha ocurrido en la historia,
la humanidad tiene el derecho irrenunciable a soñar un mundo mejor y el deber
de ponerse en movimiento para cambiarlo.
Diego Muñoz
Valenzuela
escritor
.
2 comentarios:
Sr. Muñoz, me he enterado hace poco de su oficio, y acabo de estar muy cerca suyo, aunque no pude participar de su taller, acá en un Liceo perdido en los confines de Quilicura. Hace algunos días supe de su venida e inmediatamente puse atención, más, debo reconocerlo, que a otros asuntos y papeles que tenía que revisar en ese momento. Porque así sucede cuando ocurren estos chispazos en medio de la cotidianidad de la escuela (también ocurren otros, afortunadamente siempre hay profes medio rayados, especie de seres luminosos y místicos que en noventa minutos dejan un recuerdo imborrable…) Bueno, magnífico que un escritor venga a compartir con los estudiantes, les haga un taller, les enseñe.
Como decía, no pude estar en la biblioteca del liceo donde se reunió con los estudiantes; supe que es de profesión ingeniero, así al menos me informaron. Pero supe mucho más cuando leí esta especie de artículo publicado más arriba. Alguien lo imprimió y lo puso en un muro del liceo. Me quedaron dando vuelta sus preguntas, y sus deseos de que otros que como usted vivieron, desde su generación, aquellos años tristes de la dictadura, cuenten qué les pasó, hable, griten, aplaudan… Pero también me quedé con la sensación de que faltó continuar el relato-reflexión con lo ocurrido después de 1990. Sus palabras son certeras para referirse al horror y la criminalidad de aquellos 17 años, y la complicidad del pinochetismo en sus diversas expresiones (política. económica, cultural) Pero qué hay de la complicidad post-dictadura de ese conglomerado híbrido llamado Concertación? De su complicidad con el régimen saliente, de su incapacidad o falta de voluntad para hacer las transformaciones sociales y económicas que debían borrar ese otro legado terrible y perdurable de la dictadura? Qué difícil ha sido también vivir en este Chile de la transición, de la negociación, de los acuerdos! En el Chile-Mercado, paraíso de las multimillonarias inversiones foráneas, elogio de lo privado, del SUPER-INDIVIDUO; país abandonado y marginado de lo que alguna vez fuera una cuota digna de protección estatal; comunidad reinventada al pulso de lujosos centros comerciales que no le tienen que pedir permiso a nadie para instalarse en medio del paisaje chilote, frente al mar puertomontino o en la zona típica de San Antonio; reinventada en la creencia de que los Derechos Humanos sólo fueron ultrajados durante aquellos 17 años y que luego hemos sido los campeones de su defensa, y que la represión en la Araucanía, a los estudiantes y a los trabajadores como aquel asesinado hace algunos días en el Norte, es parte de la obligación estatal (del contrato social a la chilena) de mantener el orden público.
Me queda esa sensación, junto a la sensación de que hemos vivido estos 25 años recordando esos otros 17… diecisiete años de horror, veinticinco de qué?... bueno, retomando su punto de partida, 25 años tuvieron que pasar para esclarecer algo más el horrendo crimen de Rodrigo Rojas y Carmen Gloria Quintana, para que acabara uno de los “pactos de silencio”. ¿No será tiempo, hace rato ya en realidad, de que otros pactos, negociados, acuerdos, arreglines, se terminen? Resurrección de la conciencia...
M.Saraos
Hay otros textos, ya escritos, o por escribir, como el suyo. El análisis y el cambio debemos hacerlo entre todos. Un abrazo MAuricio, gracias por tus palabras.
Publicar un comentario