A mí los aliens no me vienen con
cuestiones: tengo un don especial para detectarlos. Ayer mismo, mientras
compartíamos con mi amigo Cristián y nuestras parejas, detecté a un comerciante venusino cenando
bajo el pretexto de la celebración del día del amor. Sus principales
características de aspecto, todas claves para el reconocimiento: cabeza de
congrio, triple hilera de aguzados dientes metálicos, lengua alargada como
longanicilla con terminal bífido, porte pequeño (por la monstruosa gravedad de
su planeta), arrugado cuello de iguana.
El desvergonzado alienígena
exigió, mediante comentarios guturales y señas, un trío de pulpos vivos que
devoró sin aspavientos. Tras la ingesta, ciertamente violenta, experimentó una
serie de estertores que culminaron en un estado de satisfacción de corte
epifánico. Eso fue todo, que no es poco. A Cristián le pareció que un proyecto
sobre monstruos en la literatura nacional era la mejor veta para sus futuras
investigaciones. Brindamos por eso. Cuando nos fuimos, el mínimo negociante
venusino estaba sentado, hierático, mirando el
infinito universo. No era necesario despedirse.
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