Lo compré por internet. Tuve que mandar una muestra de sangre junto con mi autorización notarial. Fue bastante caro, pero había decidido hacerme ese regalo. Tras separarme de mi tercera esposa me sentía solo. Mis hijos estaban viviendo en otros países y poco o nada sabía de ellos. Amigos, ni hablar, los negocios nunca dejaron espacio para ellos.
Tal como anunció un escueto correo electrónico, llegó una tarde de domingo calurosa y apacible. Golpeó la puerta y cuando abrí, entró cual Pedro por su casa. Bueno, era su casa. Era mi réplica exacta a la fecha de la muestra: aspecto, recuerdos, conocimientos. Se sentó en mi sillón favorito e inició la lectura del periódico.
De pronto, levantó la vista y la dirigió hacia mí, sin demostrar un ápice de sorpresa. “Tráeme un whisky en las rocas”, ordenó antes de agregar, “de doce años”. Continuó leyendo. Se lo preparé y agregué una dosis mortal de cianuro. Lo merecía. Bebió la mitad del vaso de una sola sentada, exhaló un suspiro de placer y quiso proseguir la lectura, pero no fue posible. Un estertor lo sacudió por completo. Trató de ponerse de pie, pero la muerte lo detuvo. Quedó seco, retorcido, con una grotesca mueca de dolor.
Arrojé sus restos al incinerador de basura, mientras reapreciaba las ventajas de la soledad. Me sentí mejor cuando oprimí el botón que ponía en funcionamiento el horno. Después escancié un whisky de doce años, no de seis como el que le había servido.
Tal como anunció un escueto correo electrónico, llegó una tarde de domingo calurosa y apacible. Golpeó la puerta y cuando abrí, entró cual Pedro por su casa. Bueno, era su casa. Era mi réplica exacta a la fecha de la muestra: aspecto, recuerdos, conocimientos. Se sentó en mi sillón favorito e inició la lectura del periódico.
De pronto, levantó la vista y la dirigió hacia mí, sin demostrar un ápice de sorpresa. “Tráeme un whisky en las rocas”, ordenó antes de agregar, “de doce años”. Continuó leyendo. Se lo preparé y agregué una dosis mortal de cianuro. Lo merecía. Bebió la mitad del vaso de una sola sentada, exhaló un suspiro de placer y quiso proseguir la lectura, pero no fue posible. Un estertor lo sacudió por completo. Trató de ponerse de pie, pero la muerte lo detuvo. Quedó seco, retorcido, con una grotesca mueca de dolor.
Arrojé sus restos al incinerador de basura, mientras reapreciaba las ventajas de la soledad. Me sentí mejor cuando oprimí el botón que ponía en funcionamiento el horno. Después escancié un whisky de doce años, no de seis como el que le había servido.
1 comentario:
UFF........
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