Fui al mercado a comprar una cabeza de chancho.
Cuando ubiqué el expendio apropiado, le pedí al más fornido de los carniceros
que me vendiera la cabeza de chancho más grande que tuviera. Abrió una de las
puertas y extrajo una realmente enorme. ¿Cómo la quiere?, preguntó. Vacía,
hueca, especifiqué, sáquele todo. Me dio una mirada de curiosidad. Hágalo con
prolijidad, le pagaré cinco mil pesos extras por su trabajo, aclaré, bien
limpia y seca. Por esa suma las hago de cirujano, repuso. Diez minutos después
me entregó la cabeza ahuecada envuelta en papel de periódico y bien protegida
en bolsas de plástico. Salí de allí y la saqué de sus envoltorios. Bellísima,
exclamé. Me la calcé con cuidado y saqué el espejo de mano. Perfecto, di un
aullido de felicidad. Me eché a caminar. La gente se apartaba de mi camino,
asustada. La expresión del puerco era feroz. El carnicero era un artista: le dejó
asomados los enormes colmillos. Me eché correr rumbo al bulevar. Ese fue un
gran desbarajuste: las personas huían despavoridas. Nadie me enfrentó, hasta la
policía escapó; manga de cobardes. Fue una excelente tarde de domingo, esas que
suelen ser aburridas y plácidas.
07 junio, 2015
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