Lo atravesó con una certera estocada y murió ipso facto. El desdichado contendor se
derrumbó y el espadachín lo abrió en cruz. Por el tajo salió un hombre más
pequeño que el anterior. De inmediato se tornó belicoso y atacó al asesino de
su predecesor. El diestro esgrimista se apresuró a darle muerte y cuando -de
acuerdo a su inveterada costumbre- lo destripó, de su interior emergió un enano
furioso. Aunque menudo, el chico era de cuidado; con un salto se precipitó al
cuello del criminal, que aprovechó el momento para demediarlo con un solo
alfanjazo. Una vez más, de los restos mortales surgió un vengador tan furioso
como minúsculo.
Y así sucesivamente, hasta que el adversario
alcanzó el tamaño de un ínfimo mosquito. El espadachín no pudo asestarle ni un
solo golpe, y el ente microscópico se introdujo por el oído hasta el cerebro y
le ordenó cortarse en dos a sí mismo. Obedeció. No tenía a nadie más en su
interior.
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