En algún momento se desató la moda que interesó a los políticos en el “relato” y centenares de ellos se inscribieron en talleres literarios. Esto significó pingües ganancias para los autores, que por un momento alcanzaron inéditos estándares de masividad en sus matrículas. Cabe destacar que los saldos de sus cuentas corrientes pasaron de rojo a azul, al menos por un breve periodo.
Sin embargo, la moda poco duró,
debido al surgimiento de una serie de características que defraudaron
hondamente las expectativas de los profesionales de la política y los obligaron
a escapar a toda velocidad del territorio literario:
·
La necesidad intrínseca de un propósito para el
relato, que lo sostenga en sí mismo. Para el político el objetivo del relato es
externo al ente en sí: su propósito es darle atractivo y credibilidad a su
accionar.
·
La estructura consistente, donde no es tolerable
la existencia de elementos prescindibles, meramente decorativos y efectistas.
·
Si bien la distinción entre veracidad y
verosimilitud los alentó en un primer momento, pronto advirtieron que era
inaceptable cambiar constantemente la interpretación de los hechos.
·
El imperativo de trabajar el relato en forma
recursiva, refinando versiones, corrigiendo, eliminando aspectos fútiles y
escogiendo los vocablos más precisos.
·
La exigencia de manejar narradores distintos a
la primera persona, o bien personajes relevantes distintos al YO.
·
La exclusión de la retórica y la promesa en el aire como herramienta literaria válida.
·
La regla inmanente de la originalidad, esto es,
no replicar indefinidamente los truquillos que han funcionado antes.
De este modo, la única huella que
dejó esta moda pasajera, fue el pago de algunas cuentas pendientes de los
escritores. En los políticos se afincó la vieja idea de que los escritores son
seres imprácticos y peligrosos, potencialmente claro está. Nada más que eso, potencialmente.
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