-Estoy deprimido –espetó Sauriomán a la primera
de cambios, o sea en cuanto me instalé en su mesa-. Te aclaro que no acepto
ningún encargo.
Realmente se veía muy mal, aunque cualquiera
que bebiera la mitad que él se vería bastante peor. Tal vez uno espera
demasiado de los superhéroes.
-Mi vida no tiene sentido –gimió de modo
lamentable-, solo pienso en suicidarme.
Posó una de sus garras sobre mi hombro y bebió
de un solo trago medio litro de Stolinichnaya. En ese instante decidí sacarlo
de allí. No podía emitir que nadie lo viera en ese estado: lo podría en riesgo
severo o por lo menos afectaría sus negocios de manera flagrante. Lo subí a
duras penas en mi camioneta. Estaba borracho como cuba, con el cuerpo de lana.
Habría sido fácil víctima para cualquier asesino de poca monta. Aunque nadie
sabe si es posible matar a Sauriomán. Muchos afirman que es imposible hacerle
daño, que su pellejo es un blindaje imposible de traspasar para el más duro
acero.
Regresé para advertir al dueño que mantuviera
el pico cerrado acerca de la conducta del superhéroe. No objeto estas órdenes,
más bien me miró con terror.
Volví con mi protegido. Lo llevé a mi casa en
las montañas con una buena provisión de whisky, vodka y ron, más una tonelada
de porquerías comestibles.
Fue una excelente terapia. No llevé chicas: la
intuición me advirtió que de ahí podía provenir la causa de sus devaneos
síquicos. Le apunté. Día tras día fue mejorando ostensiblemente. Bebíamos,
mirábamos series de televisión en extensas jornadas, blasfemábamos, reíamos y
seguíamos bebiendo. Llegó el momento en que él mismo pidió regresar. Estaba rehabilitado.
Me lo agradeció. Entonces, mientras regresábamos a la ciudad, le entregué mi
encargo. Lo hizo gratis. Pienso que así se abre una nueva etapa para ambos. Muy
promisoria.
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