04 septiembre, 2015

El hombre de las gafas enormes


            La primera vez que vi en persona a Salvador Allende fue en un mitin para las elecciones presidenciales de 1964, como candidato del FRAP (Frente de Acción Popular). Yo estaba feliz, instalado sobre los hombros de mi padre, observando a ese señor de lentes con marcos tan gruesos hablando desde una improvisada tribuna en los alrededores del Parque Forestal. Su discurso estaba lleno de pasión y aunque miraba de vez en cuando unas cuartillas invisibles para nosotros, parecía que las palabras brotaban de su corazón, y no desde una reflexión prefabricada. Yo era un niño, incapaz de vislumbrar el significado completo de su discurso, pero sí pude advertir la contagiosa emoción que emanaba ese hombre entrañable. Describía un mundo nuevo, esbozado en sus sueños, mientras flameaban estandartes azules desde donde sonreía un sol pleno de ilusión.
                Como yo era un niño, no sospechaba la importancia que el hombre de profusos anteojos iba a tener en mi vida, y en la de millones de chilenos en los años venideros. Menos todavía podía adivinar los sentimientos que ahora me embargan ante la sola mención de su nombre, emociones que van intensificándose con el transcurso del tiempo. ¡Cuántas veces evité pensar en su apellido, aunque lo hubiese gritado mil veces, transmutado en consigna poderosa, aunque lo hubiese pintado en los muros de la ciudad, trasminado de lágrimas y risas! Para evitar el dolor, para enterrar ciertos sufrimientos, para vadear un terreno cenagoso, donde aguardan ciertas reflexiones con sabores amargos. Una sensación difusa, extraña, inasible; un sabor a hiel que visita la garganta. De alguna forma comprendo hoy, ahora que escribo estas líneas, que he tratado de exorcizar su nombre, aunque parezca lo contrario. Y no ha sido por cobardía, ni por vergüenza, ni por neutralidad, ni oportunismo, ni conveniencia, sino porque intuyo que entraña una reflexión pendiente para mí, para todos nosotros. No estuvimos a la altura, no estamos ahora, mucho menos...
            No se confunda usted que me lee. No vaya a creer que le he arrancado el traste a la jeringa. O sea, conscientemente no. Y sin embargo, lo he hecho. Tampoco voy a avanzar demasiado en esta oportunidad, eso es lo peor. Es apenas el comienzo de una deliberación conmigo mismo. Y con ustedes. Intentaré explicarme nuevamente.
            Creo que no comprendimos, no entendimos sus sueños. Ninguno de nosotros. Todavía no lo hacemos. Quizás entendimos otra cosa, algo que se asemejaba al mundo que narraba en sus palabras, pero que no era. Lo aplaudíamos y las palmas celebraban otra idea distinta, una que estaba al otro lado, más allá de, inalcanzable. La formidable distancia que a veces se da entre la racionalidad y las emociones. Tan lejos, tan cerca, Salvador Allende.
            En la campaña presidencial de 1970 escribí decenas de veces su apellido en las calles de Santiago, vestido con un mameluco impregnado de pintura de todos los colores del arco iris. Escribía Allende, pero en verdad pensaba en solidaridad, en amor, en libertad, en esperanzas, en justicia; poco en mí, mucho en los demás. Yo trazaba enormes letras en el estilo del pop-ar,t y mis camaradas, delirantes chascones adolescentes, las iban rellenando con las brochas que sumergían en los tarros de pintura amarilla, verde, roja. Nuestra alma se quedaba allí, adherida a las paredes de Santiago. Pintábamos sueños, no consignas.
            Cuando vivimos el interminable invierno que se extendió por diecisiete eternos años, no vaya a pensar usted que no hice nada, que me quedé con las manos en los bolsillos, esperando un milagro. Que renegué del hombre de las gafas enormes. No, no viene de allí mi amargura, no se equivoque. Es otra cosa, es algo infinitamente más complejo que cualquier escritura, que cualquier pieza de música que pudiera ejecutarse. No voy a poder decírselo, ¿me entiende? En medio de esa noche terrible escribí su apellido y agregué a su lado la palabra VIVE. No estuve solo, había muchos otros al mismo lado. También escritores y artistas. No fui un héroe, para nada, estaba muerto de miedo, con frecuencia a punto de cagarme en los pantalones. A veces pintábamos durante el toque de queda. En la noche silenciosa, interrumpida apenas por el paso ocasional de las patrullas militares, nos parecía que el sonido de las brochas superaba el despliegue atronador de las orugas de un tanque. ALLENDE VIVE, escrito en letras temblorosas, espectrales, manchadas de miedo.
            El día que Salvador Allende ganó las elecciones, el 4 de septiembre de 1970, la increíble  noticia recorrió el país de punta a punta. El sueño hecho realidad, al cuarto intento, contra todas las probabilidades, las estadísticas y las encuestas; contra los poderes omnímodos, los internos y los foráneos. Derribado por una gripe brutal, estuve condenado a escuchar las noticias en la vieja radio a tubos que reposaba sobre el velador de mi padre. El corazón iba dándonos vuelcos con cada cómputo. Ocurría lo imposible. Aquello que demandaban los estudiantes en el París de Mayo de 1968, estaba convirtiéndose en palpable materialidad: seamos realistas, exijamos lo imposible. Lloré de alegría junto a esa bendita radio que me traía las noticias de mis compañeros felices, diseminados por el país, por el mundo. Con cierta sensación culposa, alentados por mi pujanza, mis padres salieron a celebrar, y aunque estuve solo esa noche, mientras los demás celebraban en las calles, jamás –en el resto de mi vida- he vuelto a sentirme tan acompañado.
            Después tantas cosas, tantas. Lo que algunos llaman el devenir de la historia (¡qué simple suena dicho así!). Vi muchas veces al Compañero Presidente, como lo llamábamos con auténtico cariño. En marchas, aniversarios, salones, en la televisión, con una sensación cada vez más rica en emociones.  A poco andar del gobierno de la Unidad Popular, la marcha de los acontecimientos comenzó a parecerme insoportablemente morosa. Todo esfuerzo me parecía insuficiente, precario, tímido. Aunque también percibía los peligros de la desunión y los esfuerzos siniestros de la derecha fascista y los oficiales del imperio.
El cielo fue adquiriendo tonos grisáceos y la atmósfera se cargó de electricidad hasta un extremo insoportable. Recuerdo el 10 de setiembre de 1973 como un día triste, gris, tenso, pesado; el ambiente anunciaba hechos terribles. Al día siguiente, muy temprano, partí caminando desde mi casa al colegio; una distancia de por lo menos cincuenta cuadras. No había microbuses, esa era la razón de la caminata; las continuas huelgas de transportistas procuraban paralizar la actividad productiva, las clases, todo. Por eso los estudiantes que apoyábamos al gobierno de la Unidad Popular nos levantábamos de madrugada para asistir a clases; lo sentíamos nuestro deber patriótico. Nuestro profesor de matemáticas hizo lo propio ese día; antes de la hora oficial estábamos iniciando su clase con la mitad de los alumnos. Antes de las nueve de la mañana ingresó intempestivamente a la sala uno de nuestros compañeros de curso anunciando, exaltado y feliz, el golpe militar en curso. Nos miramos espantados, atónitos, aunque el suceso era más que previsible a esas alturas. Los aviones de la Fuerza Aérea comenzaban a sobrevolar la Moneda a escasos doscientos metros del colegio (era el Instituto Nacional).
Bajamos al subterráneo para organizar la resistencia. Éramos un puñado de adolescentes dispuestos a defender al gobierno del Presidente Allende hasta la última gota de sangre. Allí esperamos una hora que llegaran unas armas que jamás arribaron. El ruido de los Hawker Hunter era atronador, terrorífico. Un profesor vino a decirnos que nos fuéramos para la casa. “Nunca van a llegar esas armas, muchachos, váyanse antes que los masacren”. Nos fuimos, con los ojos rojos, llenos de lágrimas y de rabia. El bombardeo estaba próximo a iniciarse y se escuchaban ráfagas de ametralladoras por doquiera y el espantoso trepidar de los helicópteros que llevo grabado en la médula de los huesos. Milagrosamente tomé una micro aparecida como por arte de magia, tal vez la última, en silencio. Nadie hablaba. Imperaba un silencio sordo y terrible que me apretaba el estómago con su peso infinito. Todo el camino de regreso experimenté una amargura tremenda. Una vez en casa, alcancé a escuchar su discurso, antes de que los aviones derribaran la antena de la Radio Magallanes, último bastión de la libertad de prensa.
            He escuchado a muchas personas referirse en términos condenatorios al suicidio de Allende: que habría podido organizarse un gobierno en el exilio, menos represión, dictadura más corta, en fin, críticas miopes e injustas. Su suicidio fue el último acto de lucidez histórica, de entrega, de sacrificio por los demás. No tuvo sentido para él vivir la derrota de su proyecto político, porque no estaba derrotado, sólo interrumpido. La vía democrática al socialismo es posible, nos quiso transmitir; ahora es imposible, pero otras personas lo lograrán en el futuro.
Éramos demasiado débiles, crueles, mezquinos, desunidos, flojos, ingenuos, siniestros, serviles, egoístas, estúpidos para que fuera posible aquel sueño. Podemos aplicar esta misma frase en presente: somos... Eso es lo que me dolió ese día, lo que me sigue doliendo, cuando recuerdo el rostro del hombre con las gafas grandes, el hombre que tantos años encarnó las esperanzas más altas del ser humano. Y que lo sigue haciendo, más allá de la muerte, con esa voz tan querida que me susurra sueños por dentro.



Diego Muñoz Valenzuela

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