Acabo de saber que falleció el predicador Raúl Gutiérrez, el hombre que saltaba Biblia en mano en el centro de Santiago con el rostro prestado de VAn Gogh, invocando la "Gloria al Terrible". En homenaje, este cuento donde es un referente. El cuento está en LUGARES SECRETOS, volumen publicado por Mosquito en 1994.
Me encanta visitar a Roberto cuando
está internado. Es un maldito bastardo loquísimo, pero me gusta ir a verlo. Lo
pasamos fantástico. Yo siempre le llevo un par de botellas de fuerte bien
ocultas debajo del abrigo. Los enfermeros jamás se han atrevido a revisarme.
Tal vez no lo hagan por mi aspecto de ejecutivo exitoso, de terno oscuro y
corbata impecable. O simplemente porque saben de mi amistad con el subdirector
del hospital, el Negro Méndez, que está más loco que las arañas. Nadie imagina
cómo pudo terminar Medicina. Estaba total, absolutamente chalado. Quizás por
eso se especializó en psiquiatría. Además, esos enfermeros tienen tal aspecto
de corruptos que estoy seguro de que soltándoles unos pesos me dejarían entrar
con una bomba de hidrógeno y un ejército de prostitutas.
Roberto es de los que va a
internarse por sus propios pies y por su propia voluntad. Cuando siente que
algo anda mal en su sesera, hace la maleta y cruza la calle. Vive justo
enfrente del manicomio desde muy pequeño. Suele contarme terribles historias de
maníacos criminales que cruzaban el patio de su casa en plena tarde de domingo
balando, con un enorme cuchillo carnicero sangrante entre las manos.
"Tipos que se fugaban después de alguna atrocidad indescriptible",
dice con el rostro más serio del mundo. "Yo estaba acostumbrado, igual que
mis padres. El problema eran las visitas. Con el tiempo nadie se atrevió a
venir a la casa". Todas estas cosas te las cuenta con la naturalidad del
que las estuviera viendo ahora mismo, con una certeza de noticiario de
televisión que a veces logra despertarme dudas.-
A mí siempre me han gustado los
locos, desde que era muy chico. Sobre todo los predicadores locos, como ése que
salta todo el día con la Biblia en la mano. "Sécase la yerba. Cáese la
flor..." anuncia y amenaza con los ojos azules y llameantes del
autorretrato de Van Gogh enloquecido mientras salta incansable en una esquina
del centro como si estuviese viendo el mundo pecador derrumbarse ante su vista
incendiada. Una vez yo dije que quería ser como ese predicador cuando grande.
Mi padre enfureció, se puso rojísimo para aullarme qué ideas estúpidas eran
ésas, "¡como si para locos no bastara con mi suegro en la familia!".
Y ahí mismo se agarraron con la mamá. Tuve que irme al patio hasta que pasó la
ventolera. No sé por qué mi mamá se enfureció tanto. Todos sabíamos que el
abuelo estaba tan chiflado como un piño de cabras. Y un piño bastante
considerable. Cada vez que venía a la casa nos agarraba a los chicos para sus
conferencias sobre viajes astrales y congresos mixtos de espíritus y
extraterrestres. Nosotros le avivábamos la cueca como podíamos. El viejo era
bastante normal si no le mencionabas ovnis, incas o aparecidos. Pero bastaba
pronunciar la palabra mágica y el show comenzaba ahí mismo. Era bastante
divertido. Mi hermana mayor era experta en provocarlo, pero requería un poco de
estímulo.
A Roberto no lo conocí por loco. Lo
vi tocar maravillosamente el saxo una noche de club de jazz. Cuando terminó lo
invité a la mesa y echamos unos tragos. Muy rápido me di cuenta que algo andaba
malísimo dentro de su cráneo. Loco como un jabalí con sobredosis de heroína,
pero así de simpático. Uno advertía ipso facto que sus ojos miraban a otro
mundo bastante mejor que el nuestro. Yo creo que los ataques le bajaban cuando
se daba cuenta que en realidad vivimos en esa selva que llamamos civilización.
Tipos reptando por entre el lodo nauseabundo de viejas gárgolas protectoras de
las artes con sus apergaminadas garras cubiertas de anillos que valen tu
presupuesto de varios años. Sesiones de tecito para admirar las horripilantes
creaciones de damas demasiado estiradas por la cirugía estética. Tipejos
capaces de vender a su madre por una beca de arte en los States. En medio de
todo esto se mueve Roberto, sin contaminarse. Jamás toma un bastardo peso ni
pide un favor de nadie. A lo más te pide una cajetilla de cigarrillos cuando
anda en la última miseria. Ni siquiera un par de monedas para la micro.
He aprendido a conocerlo bien. Ya sé
cuando está a punto de cruzar la calle. Es cuando ves lucidez en sus ojos
escondidos detrás de unos lentes gruesos como poto de botella donde puedes ver
el miserable reflejo del mundo. Es cuando te mira con el rostro vencido y te
dice "ya he tenido bastante de esta mierda, estoy harto, harto,
harto". Se queda mirándote con cara de "y tú, que piensas". ¿Qué
le voy a decir yo desde mi aspecto de pequeño burgués próspero? Lo invito a
tomar café, le compro cigarrillos y charlamos hasta tarde, acaso es fin de
semana. Después me cuenta que puteó al jefe de prensa del canal donde estaba
grabando un programa, que le dijo varias verdades al subdirector de la revista
donde escribía sobre jazz, que acusó de miserable al dueño del restorán donde
cantaba por las noches.
Cuando parto al manicomio, repleto
mis bolsillos de cigarrillos, chocolates y botellas de fuerte. ¿Sabes lo que
les gusta el chocolate a los tipos con una teja corrida? Los enloquece.
Llévales chocolates alguna vez a los chalados y vas a hacerlos completamente felices.
Van a adorarte como si fueses el propio Osiris. Te vas a convertir en una
especie de divinidad de los locos. Se alborotarán sólo con percibir tu aroma al
poner un pie dentro del manicomio.
La última vez les llevé pisco de 45
grados, de ese amarillo que quema la garganta, y tres o cuatro barras de
chocolate con nueces o almendras, no me acuerdo. A mí no me gusta el chocolate.
El pisco sí, bastante más de lo conveniente. Los orates me estaban esperando en
la puerta del patio. Me recibieron con vítores y llamados a Roberto.
"¡Llegó el Gerente! ¡Llegó el Gerente!" gritaban como enajenados.
Nadie les saca de la agujereada cabeza que soy el Gerente de la Ford o de la
Cocacola por lo menos. No entienden que soy un tipejo más de esos que ofician
de engranajes bien vestidos. Pues me levantaron en andas para llevarme a uno de
los patios interiores donde estaba Roberto sentado en una silla de playa, a
pleno sol, releyendo El Club de los Parricidas de Ambrose Bierce. En el estrado
me esperaba de pie Fidel Castro, vestido de riguroso uniforme verde oliva y
gorra de combate. Comenzó uno de sus improvisados discursos de bienvenida,
donde hablaba más de licores que de revoluciones, más de rameras que de
imperialismo, y más de sexo que de rectificaciones al socialismo.
Roberto se puso de pie para
abrazarme y recibirme en "este santuario de lucidez, donde reside toda la
esperanza del universo". "Bienvenido al territorio libre" me
dijo Fidel indagando mi abrigo con mirada de rayos X, con los ojos dilatados
por una sed milenaria e insaciable. Cuando saqué el licor desde las catacumbas
de mi abrigo de business man hubo un delirante estallido de júbilo que debe
haberse escuchado claramente en la China. Ninguno de los enfermeros se dio por
aludido. Seguro que veían un match de box, una película pornográfica, un
partido de fútbol lo más cerca posible de una garrafa de vino barato de la peor
especie.
Esos fulanos tienen tanto gusto como
una rana ebria, me ha dicho más de una vez Descartes en medio de sus sesiones
de análisis filosófico. "Cojo, luego existo" es su máxima preferida.
Es un tipo de temer. Le dicen Descartes por esa proposición apócrifa. Más bien
es una mezcla de Sartre, Marcuse y Ché Guevara capaz de inquietar a una
locomotora con sus teorías. Yo sé cómo se llama, que era profesor de filosofía
en el Pedagógico. Lo veía husmeando en los cuasi clandestinos recitales de jazz
a fines de los setenta. No hablaba con nadie. Se decía que había quedado
chalado con la tortura. Fumaba incansablemente, como si cumpliera una penitencia.
"Lo peor es que no veo alternativa" me dice a veces "veo todo
tan corrupto, tan contaminado como un callejón sin salida y sinceramente
prefiero estar aquí adentro que revolcarme en la mierda, sabes". Yo tal
vez lo mire en silencio, con los ojos asustados. O quizás parezca indiferente,
pétreo, distante. No sé. Pero a veces se me hace un nudo en la garganta al
escucharlo. Juro que es cierto. Pareciera que llevase todo el dolor del mundo
ahí dentro de su cerebro bullente de ideas. "Cuando no puedo más le pido a
Roberto que toque el saxo un rato. Es increíble. Todos los milagros me parecen
posibles entonces. El saxo es como una luz en las tinieblas. Y vuelvo a creer,
aunque sea por un instante". Me mira desde el abismo de su alma para
confesarme lo terrible que es la ausencia de Roberto, pero no dice nada. Y es
fácil imaginarlo aullando y arañando las paredes de un mundo demasiado erizado
de espinas.
Roberto, Descartes y yo brindamos
con unos vasos de plástico que Fidel sacó de un escondrijo. Todos se unieron a
nuestro brindis en un coro terrorífico en tanto devoraban pedazos de chocolate
y abrían paquetes de cigarrillos como dementes. Sandokán propuso otro brindis
por sus feroces tigrecillos. Nureyev danzaba rebosante de gracia en medio de la
trifulca de enajenados que no podía escuchar la maravillosa música que lleva
siempre dentro. Proudhon preparaba una enjundiosa bomba mezclando nuestro pisco
con quizás qué licores misteriosos sacados del barretín de Fidel. Hicimos un
segundo brindis en pleno crescendo de la batahola. Y los enfermeros, nada, no
se oye padre. Nureyev saltó peligrosamente cerca de la bandeja donde Sandokán
ofrecía las bombas preparadas por el satisfecho anarquista mesando sus barbas a
buena distancia. El Tigre de la Malasia rugió un par de insultos que el
bailarín tomó a beneficio de inventario mientras le arrebataba un par de tragos
que bajó sin demora por su garganta para continuar su danza.
Recién en ese momento lo vi, solo y
silencioso en una esquina. Apenas saltaba con la Biblia sujeta por sus
maravillosas y enormes manos de boxeador bondadoso. Sus ojos estaban llenos de
lágrimas y apenas podía escucharse la voz que asomaba débilmente entre los
labios secos y partidos. Pude ver que su mirada estaba llena de girasoles
amarillos, de soles furiosos y de grandes estrellas refulgentes, de miserias,
de amores frustrados, de miedos, de hombres cavando en las tinieblas, de dioses
lejanos y crueles. No he podido sacarme su imagen desde entonces. Me acerqué a
él. Le pregunté por qué no venía con nosotros. Los demás guardaban silencio,
como si presenciaran algo sagrado. Van Gogh susurraba palabras secretas e
incomprensibles. Yo le pregunté cuándo había llegado por ahí, pero no dijo nada
que pudiera comprender. Estaba hermoso y loco, con los ojos llenos de fuego y
de agua. Igual que ese maravilloso autorretrato suyo. Lo abracé y pude sentir
su corazón latiendo como el de un pajarillo atrapado entre tus dedos. Tiritaba
entero. Era en ese instante el ser más frágil del universo. Yo pensé que podía
deshacerse entre mis brazos y tuve miedo de hacerle daño. Apenas me atreví a
besarlo en la mejilla hirsuta de barbas rojizas. Ahí fue que levantó su dedo y
me señaló algo que estaba a mi espalda, algo maravilloso que yo no podía ver.
Cuando me di la vuelta encontré a
Roberto a punto de soplar su saxo. No volaba una mosca en el patio. El sonido
salió limpio, puro, tierno, rebelde, trémulo, bello, terrible, furioso,
relampagueante, lleno de amor. Esa música tenía un sabor a divinidad y a
demonio que parecía inundarlo todo con su sabor agridulce, con su verdad
indescifrable, con su respuesta enigmática. Hay quienes esperan toda una noche
a que Roberto se ponga a tocar así el saxo un par de minutos. Pero esa tarde él
tocó sin descanso para nosotros. No hubo comerciales, ni tragos ni silencios.
Sólo la música de lágrima y viento que parecía surgir más desde uno mismo que
del instrumento destellando con los reflejos llameantes de un cuadro de Van
Gogh.
No he ido de nuevo a ver a Roberto.
Cada mañana, cuando me afeito, veo la cabellera rojiza de Van Gogh mirándome
desde el espejo en llamas. Cuando trato de concentrarme escucho la música de
saxo viniendo de muy adentro, de una zona en penumbras que apenas me atrevo a
vislumbrar. Entonces pienso cada vez con más fuerza en esa idea que me
obsesiona. Cruzar la calle. Hacia los girasoles amarillos, hacia las locas
mezclas de licores, hacia una danza silenciosa, hacia las certezas y las dudas
que me aterran. Hacia ese gigantesco imán o girasol o música que me estremece.
Eso. Cruzar la calle.
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