Ocioso,
desesperado por mi carencia de trabajo, vago por la urbe. Entro en una capilla
donde hay mucha actividad. La veo dentro del ataúd, infinitamente tranquila, sumisa ante la
muerte, con una sonrisa de satisfacción dibujada en los labios pálidos y
comprendo que me he enamorado. Es la mujer perfecta: jamás me reprochará.
Carente de caprichos, se someterá a mis designios sin objeciones perversas. Me
acerco a los deudos con tranco lento, calculado. Primero abrazo a la madre, que
llora sobre mi hombro sin consuelo; luego a su devastado progenitor, a sus
hermanos y hermanas que no hallan alivio. Me siento en las bancas que rodean el
catafalco y simulo rezar con los ojos entrecerrados. Sigo el ritmo de las
ancianas que recitan letanías milenarias en un circuito interminable.
La hora pasa y
los dolientes menguan con creciente velocidad. Cada cierto rato me incorporo
para observarla. Su belleza serena me conmueve y me excita. En la ventana
alcanza a vislumbrarse el nacimiento de sus pechos soberbios. Las fotografías
que descansan entre las guirnaldas atestiguan su hermosura arrobadora. El amor
y el deseo, bestias incontenibles, crecen en mi interior. Por fin se retiran
los padres, arrastrando los pies. Se despiden advirtiendo que la capilla cerrará
pronto. Me desean conformidad. Les digo
que permaneceré orando esos minutos. Quedo solo. Me oculto bajo el ataúd,
atrincherado entre coronas. Viene un ominoso silencio que el sacristán
interrumpe: entra al recinto y cierra la puerta con candado. Siento su
respiración acezante, la brutalidad con que levanta la tapa de la urna. Desnudo
se encarama sobre el cajón gimiendo palabras de amor. Le arranca las vestiduras
a tirones y lanza terribles imprecaciones. Entonces salgo de mi escondite, tomo un candelabro y le propino un golpe mortal.
Lo aparto con repugnancia y tomo su lugar. A ella le hablo en susurros, voy
besando toda su magnífica desnudez, seduciéndola con ternura infinita. Una
noche completa hay por delante. Después vendrán el duelo, la nostalgia, la devoción
eterna.
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