Ray Bradbury se apareció en mi sueño a
sabiendas que estaba obsesionado con el tema del título, escribiendo una
ponencia para un congreso de escritores. No tengo claro si yo sabía que era un
sueño: lo mismo da. “Lo sé todo, no
expliques nada. También que hablas de Farenheit 451”. “Tengo algo que mostrarte”.
Tomé conciencia de que estábamos en un mundo extraño, oscuro como cuadro de
Goya, empobrecido, iluminado por antorchas invisibles. Vagamos por calles
ruinosas, nos embarcamos en microbuses deteriorados y llegamos a otros sectores
tan pobres como los primeros. Era como si el país (si es que lo era) hubiera
devenido en un humedal gigante, el delta de un río gigante. Entramos en una
oficina, abrió unos anaqueles y sacó una caja. De ella extrajo unos manuales
llenos de polvo y una pantalla táctil. “Esta es la clave del futuro”, dijo, “este
programa”. Me mostró un código fuente escrito en un lenguaje medianamente
entendible. “Léelo y entenderás de qué te hablo. Aquí están todas las
respuestas acerca del futuro”. “Pero tú no sabes nada de computadoras”, espeté.
Me miró con paciencia. “Además soy un conservador, ¿verdad?”, dijo, “mírate al
espejo”. “Quizás la respuesta no esté adelante, sino atrás. Piénsalo bien”.
Desperté. Analizar el programa era un trabajo
muy arduo. Quedó postergado para un futuro sueño. Tal vez lo tenga. Quizás
alcance a descubrir lo que Ray anunció. Tal vez lo más importante lo dijo el
final. En ese caso, el programa podría borrarse, daría lo mismo. Voy a
pensarlo.
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