Sauriomán bebía como cosaco en compañía de una
cohorte integrada –seguramente- tanto por futuros clientes como por potenciales
víctimas. Esa calidad estaría determinada por los imponderables designios del
destino, como por la generosidad de los contratantes de sus servicios.
Un inoportuno tuvo la mala ocurrencia de
intentar contratarlo para liquidar al obispo Vermes, reiteradamente acusado de
pedofilia. El superhéroe le parió el pescuezo con un violento y seco giro de
sus vértebras cervicales.
-Si bien se trataba de una causa noble –comentó
nuestro reptilino ídolo-, no puedo permitir que cualquier pelafustán interrumpa
mis festejos. Constituiría un funesto precedente. Tengo legítimo derecho al descanso, igual que
cualquier trabajador de nuestra patria, ¿Verdad?
La concurrencia asintió y brindó, obsecuente, y
los festejos prosiguieron.
Dos días después, tras un meditado cálculo,
decidí insistir en el punto. Odiaba lo suficiente al obispo Vermes, pero además
me constaba que había sodomizado a los críos de un par de buenos amigos.
Además, generosos. Primero ofrecí un lisonjero brindis. Sauriomán es sensible
al halago.
-Valiente Sauriomán, el infeliz imprudente que
murió el otro día…
-¿Qué pasa con ese inoportuno? –rugió el
superhéroe, amenazante.
-Dijiste que su causa era justa. ¿Habrá muerto
en vano aquella sabandija?
Sauriomán quedó pensativo unos minutos. Luego
bebió un trago largo al seco y partió balanceándose a cumplir un destino
mortal.
Gratis, además. Me echaría cien mil a la bolsa
por cada padre, más la comisión. Me puse a rezar por su éxito, aunque era
innecesario.
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